INDICE
Miedo y Despertar
Contame tu Cuento
Muerte Consciente
Actualidad Actualizada
Los Días sin Luz I
Los Días sin Luz II
3:33
Biografía
Conciencia Infinita
Cocreadores
Sumirah y el Planeta Azul
MIEDO Y DESPERTAR
Podía sentirlo. El miedo humano no era un secreto para ella. Su corazón lo conocía y, al expandirse, podía sentir cada matiz, cada aspecto de ese miedo.
Las imágenes pasaban frente a ella, al mismo tiempo que los sentimientos atravesaban su cuerpo. Veía, y sentía, el dolor de las madres ante la muerte del hijo y el dolor de los hijos ante la muerte de la madre. Sentía el dolor del abandono y el dolor del rechazo a ser amado al matar el feto. El sufrimiento eterno y solitario del que muere en el campo de batalla. Los pensamientos de amor y de oportunidades perdidas que se tornan dulces y dolorosos a la vez al ver que el tiempo se acabó. El miedo escondido en la ira y la intolerancia. La profunda sensación de incapacidad del autoritario.
El miedo subyacía en todos los aspectos del hombre, en todas sus conductas, en todas sus búsquedas. Lo habían disfrazado de mil maneras distintas, pero se tornaba cada vez más y más evidente.
Ahora tomaba su forma más dramática. Se había vuelto en contra de su creador, de su dueño, y el hombre escapaba en el consumismo. Todo se había vuelto valioso menos el hombre mismo. Celulares, ropa, estética, droga, sexo, intelecto, religión, casas, computadoras, hijos, esposas, amantes, trabajo, todo, todo ayudaba al hombre a no ver, a no enfrentar esa realidad que carcomía su espíritu. El hombre se cegaba a sí mismo para no ver. El miedo era dueño y soberano de un mundo agonizante.
Tal era la ceguera que no podían comprender el dolor de la Tierra. Sí, ella no era sólo una roca sólida en un universo azul y brillante. Era un ser extraordinario que se había entregado a sí misma en servicio buscando su propia oportunidad de expansión.
Sentir ese espíritu la embargaba de emoción, de una emoción tan llena de amor y de profundidad que hacía saltar lágrimas de sus ojos. Era más que una madre, era más que sólo un planeta, era uno de los seres de mayor pureza que había experimentado hasta ese momento.
Pocos podían comprenderla. Muchos la intuían, comprendían que ella era algo más que materia. Pero era aún más que la Pachamama, que la Madre Tierra. Era un ser de extraordinaria entrega, con un aura azul rosada rodeándola y abrazándolos a todos. Pero aún ella debía seguir adelante. Siglos y siglos de entrega y crecimiento estaban llegando a su fin. Su propia expansión se acercaba. Desbordaba gozo ver hacia dónde marchaba, en qué se convertiría finalmente.
Pero entonces, ¡ay! otras imágenes comenzaron a penetrar en su conciencia. La vió gemir y agitarse. Tremendas ciudades se desplomaban como castillos de naipes. Los mares trepaban y arrasaban todo al caer nuevamente sobre la playa. Los volcanes vomitaban siglos y siglos de maldad e ignorancia acumuladas y firmemente resguardada para que la humanidad no desapareciera antes de tiempo. Veía a la gente correr desesperada en todas direcciones. Los veía caer muertos con sus celulares en las manos. Quizás en una última llamada de adiós, o quizás tratando de conseguir unos pesos más antes de morir.
Podía sentir el estupor de la gente ante la tragedia. ¿Cómo no se habían dado cuenta hacia dónde se dirigían, hacia dónde avanzaba su creación? ¿Cómo pudieron haber creído que su desprecio hacia la persona podía construir un mundo duradero? Habían vivido despreciándose a sí mismos. Se habían reducido a sí mismos a simples objetos a quienes comprar o venderles. En pos del éxito habían vendido su alma al diablo al perder el rumbo que los llevaba hacia su interior. Su mayor pecado había sido despreciar a sus propios hijos. No habían sabido ver en esas almas llenas de sabiduría que llegaban a sus vidas el potencial que traían como personas. Los habían llenado de dobles mensajes. Los habían usado como objeto de su codicia creando un enorme mercado de productos destinados a ellos. Los propios adultos, los propios responsables de guiarlos, los habían encaminado hacia el alcohol, hacia la droga, hacia el culto al cuerpo, a convencerlos de qué más valían cuando más valía su celular. Los habían despreciado sin duda alguna. Aún sus maestros, aquellos que debieron haberles enseñado a valorar su riqueza interna, a encontrar sus valores personales, a hacer brotar sus potencialidades latentes. Aún ellos, tan confundidos como los demás, los habían sumergido en un extraordinario hipnotismo social que los enajenaba de su riqueza, de su derecho espiritual, de su aristocracia divina.
Casi nadie honraba ya la gloria de su existencia. Casi nadie honraba la extraordinaria maravilla de su creación y el camino de gloria que venía a recorrer en este viaje por la Tierra que es la vida. No sólo se había perdido el maestro artesano, se había perdido la idea de que cada uno de nosotros es guía y maestro, alumno y aprendiz. Se había perdido la concepción de que la vida es una delicada artesanía en sí misma donde pasado, presente y futuro se funden en uno; donde lo espiritual se entremezcla con lo físico y éste se eleva gracias a aquél. El hombre se había convertido en una figura de barro seco, con un alma muerta y un corazón seco. Ciego a sí mismo y a todo lo valioso. Había creado una sociedad de barro, llena de clichés, estereotipos y estructuras. Pero, en esos momentos críticos, en que la vida obliga a tomar conciencia, nada de eso le servía. Ya nadie sabía cómo morir en paz; cómo, tan sólo, entregarse libremente y soltar su cuerpo, cómo dejarse guiar por el espíritu.
El mundo humano había sido gobernado por la hipocresía desde siempre, pero en las últimas décadas se había incluído también a la espiritualidad. Recordaba la frase del maestro que decía que el ego es el último baluarte de la espiritualidad. Y así era. Había visto tantos guías, tanta gente llamarse maestra, …y caer. Uno tras otro fueron cayendo ante sus ojos. ¡Tremenda lección de humildad! De pronto, casi no había pares en el mundo. Casi no había con quién compartir la riqueza del mundo espiritual, con quién gozar de las hermosas visiones que podían atisbarse del futuro del planeta, …. y del hombre. Sí, a pesar de sí mismo, el hombre se encaminaba hacia el gozo de su propia creación, hacia el gozo de un mundo unificado entre el espíritu y la materia, hacia el gozo de un mundo auténtico, donde se podía SER, simplemente, SER y, respetando esa plenitud, avanzar fluyendo hacia su propio desarrollo y manifestación. Horizontes inimaginables se abrirían para los que estuvieran listos. El potencial pleno sin límites para manifestarse. La naturaleza y el hombre armónicos permitirían descubrir una riqueza increíble que aún no podemos ver. Grandes maravillas se desplegarían ante los ojos en ese momento. Los descubrimientos no tendrían fin, empezando por el descubrimiento del hombre mismo. Los secretos de la tierra, de las plantas, del cosmos, comenzarían a manifestarse plenamente. Al crecer, al comprender, se lograría integrarse en unidad con la creación. No habría secretos, simplemente, la conciencia humana se uniría al todo y la verdad le sería revelada.
No es necesario sufrir para llegar hasta ese momento. Pero sí se eligió el sufrimiento como una forma de aprendizaje. Puede tomarse conciencia ahora, de que todo puede ser distinto y de que eso empieza con cada uno, individualmente. Ya no existen los superhéroes que vienen al rescate. Ya no hay una magia externa que obre milagros y ahorre recorrer el camino que conduce al aprendizaje. Ya no hay excusas.
Somos nosotros, cada uno individualmente, los que creamos la magia y el milagro. No hay nada fuera de nosotros, nada que buscar más allá de nosotros mismos. Es tiempo, por el contrario, de cerrar los ojos y mirar hacia adentro, sin buscar más maestros, libros, guías, o santos que vengan en nuestra ayuda. En nosotros, y dentro de nosotros, está la totalidad de la sabiduría que necesitamos para cambiar. Podemos cambiar el destino probable de destrucción y sufrimiento para aprender, por una expansión de nuestra sabiduría interna, por una entrega plena a nuestra propia divinidad interior. Por una subordinación de nuestro ego, a nuestro Espíritu. Es tiempo de recuperar nuestro linaje divino y recordar quiénes somos y por qué estamos aquí. Es tiempo de reconocer que somos uno con la creación y que las estrellas no están lejos y afuera de nosotros, sino que todos somos uno.
CONTAME TU CUENTO
Todavía tenía una hora de tiempo antes de su entrevista. El día estaba nublado, fresco, con una leve llovizna que apenas arañaba el rostro, pero creaba la sensación de soledad, una sensación que amaba, que la conducía hacia su interior. Pocas personas disfrutaban de un día como ese. Casi todo el mundo se hundía en el bullicio para escapar de las voces de su interior, que clamaban por un poco de atención. Ella, en cambio, disfrutaba de esos momentos en que el mundo parecía casi detenerse. Amaba el silencio que la conducía a escuchar su propio silencio profundo y sereno. Esos días eran como un regalo de Dios.
Aún así, optó por entrar a la librería. En pocos días, su sobrino cumpliría años y pensó que, quizás, pudiera encontrar un libro interesante y ayudar a su hermana que ya no sabía cómo hacer para tentarlo con la lectura. Tal vez, el profundo vínculo de amor que los unía, lo llevaría a intentar leer el libro de regalo.
Conocía bien a su sobrino. Le hacía recordar en mucho su propia historia, su infancia. Ella no había sido como los demás niños. Podía leer en el corazón de las personas y sentir cuando no eran honestas emocionalmente. Tenía una percepción demasiado aguda del mundo humano que la rodeaba. Además, sus memorias de pasados remotos, conocimientos que iban más allá de su época y su familia, la habían llevado a vivir en su interior. Sabía bien que nadie comprendería de qué hablaba si les contaba de vidas vividas en otros países, en otros tiempos, o que las plantas son seres vivos y que uno podía comunicarse con ellas. Tampoco comprenderían que desde muy niña tuviera clara comprensión de la muerte y que Dios no era tan cruel como pensaban los que lo definían como Dios de Amor. Eso siempre la había sorprendido. Cuando los adultos le hablaban de Dios, terminaban mostrando un Dios castigador, sádico, que sólo concedía unos cuantos años de conciencia para luego quitarla con la muerte. Era increíble las atrocidades que le adjudicaban para termina diciendo “ Dios es Amor”. Ella sabía que no era así. Conocía a Dios. Lo había experimentado, y su espíritu devocional la había llevado, en silencio, a experiencias increíbles. Su sobrino se le parecía mucho. Sus ojos eran vivaces pero serenos. Muy observador, miraba a la gente de frente, directo a los ojos, como develando los misterios internos. Cuando sonreía, el mundo entero se iluminaba. Era fascinante hablar con él. Su mente rápida, sus conclusiones lógicas y sensatas guiadas por un espíritu de extraordinaria riqueza, hacían que fuera su mejor interlocutor. A su vez, él sabía que ella era igual a él. Habían disfrutado de profundas charlas, aún cuando sólo tenía 9 años, sobre Dios, sobre la gente, sobre la muerte, sobre la fe. Había podido contarle qué difícil había sido para ella crecer en un mundo tan ignorante espiritualmente, tan cerrado y estructurado. Pero él, había respondido con extraordinaria lucidez cuando le dijo:
“No te creas, tía, no es tan distinto hoy en día. La gente cree que nos dan más de lo que realmente dan. Nadie nos escucha. Si lo hicieran, el mundo sería diferente. Fijate cuántos chicos hacen berrinche cuando su mamá se va a trabajar y los dejan. Pero ellas se van igual. No les importa. Yo no puedo hablar con mamá como hablamos nosotros. Ella cree que yo soy chico, que sólo tengo que ocuparme de jugar, de ir a la escuela y hacer amigos y jugar al fútbol y no preocuparme por nada. Ella no se imagina todas las cosas en que pienso. Y papá cree que lo más importante es que sepa usar la compu. Todos están preocupados de que esté bien preparado para salir a trabajar, pero nadie se preocupa de que yo sea feliz ahora.”
El tenía razón. Amaba a su hermana. Habían sido grandes compañeras. Pero nunca había podido compartir su mundo interior. Cada una miraba la realidad desde distintos ángulos. Recordó entonces, aquella vez que había ido a una clase del colegio de su sobrino en reemplazo de su hermana. Hablaban sobre los abuelos inmigrantes. Eso, de por sí, ya era bastante extraño. Más que abuelos, bisabuelos. Varias generaciones de nativos dominaban cada familia. De hecho, se hacía cada vez más difícil encontrar entre los recuerdos familiares objetos tan antiguos. Pero lo que más la impactó y la llenó de dolor fue la forma en que derivó aquella clase. De pronto, las madres presentes y la maestra atosigaban a los chicos insistiéndoles en estudiar para tener un buen trabajo. Toda la vida de sus hijos se agotaba en un buen trabajo en algún distante futuro. Todo el potencial, toda la identidad, todo un camino de vida, agotado y reducido a lograr un buen trabajo y el objetivo del buen trabajo era…. tener dinero. Miles de ideas se agolpaban en su mente. Pensó cuántos escritores, cuántos artistas, cuántos escultores, ebanistas, músicos, soñadores habría en ese curso perdiéndose todos los días ante la presión adulta de capacitarse para, algún día, en un mundo qué sólo Dios sabía cómo evolucionaría, tuvieran un buen trabajo. De alguna forma quería hablar, quería decirle a todas esas almitas tan sabias en cuerpos tan jóvenes, que no escucharan, que escucharan su interior, que no se dejaran dominar. Pero eran tantas y tantas las ideas agolpándose en su cabeza que no lograba ordenarlas. Finalmente, la clase terminó y tuvo que retirarse dolida y frustrada. Pero eso sí, le dio un largo abrazo a su sobrino y lo miró a los ojos tratando de recordarle que él era un ser glorioso con un camino propio que recorrer. Su hermana era como esas madres. Recordó cuántas veces discutieron sobre el inglés. Parecía que el mundo giraba en torno al inglés y que ningún chico debía pasar sin estudiarlo. Se enfurecía cuando le decía que el mundo estaba cambiando, que nadie podía garantizar que en el futuro, el principal idioma fuera el chino. Que los países se expanden y caen, que el terrorismo internacional, la economía, los ciclos que iban cumpliéndose, nada podía garantizar que el orden perdurara. Más bien todo lo contrario. Lo único seguro era que se caminaba en dirección a un cambio mundial que no podía predecirse con certeza. Su hermana enloquecía al escucharla. El inglés era sagrado y su hijo lograría un buen trabajo si conseguía un excelente dominio del idioma. La realidad, es que ya empezaba a haber dos mundos. El que ella veía y compartía con su sobrino y el que vivía su hermana y su cuñado con miles de padres más.
Decidió, finalmente, revolver las estanterías de la librería para ver qué podía encontrar que tentara a ese espíritu fino que era su sobrino. Encontró libros sobre chicos y animales, historias de nenas hijas de padres divorciados, escuelas sobre brujas poco graciosas. Libros que, ella sentía, no hablaban a los chicos de hoy; con temas comunes que no eran más que cuentos cortos estirados hasta el cansancio para poder transformarlos en libros. Comprendió súbitamente por qué los chicos no se sentían interesados en leer. Cómo atraer a la lectura a quienes manejan una computadora casi intuitivamente, que pueden percibir la hipocresía, que comprenden que la muerte es sólo un cambio de estado, que traen en sí la conciencia clara de ser personas completas, que tiene derecho a ser tratados con respeto, que saben que nadie es una autoridad absoluta frente a ellos, que aman la creatividad, la expresión personal, que tienen, incluso, una forma diferente de expresar su creatividad, que no ven el mundo con los ojos del adulto. ¿Quiénes escribían para ellos? Adultos, los mismos que trataban de sumergirlos en esa hipnosis colectiva que ahoga su potencialidad, su libertad de ser, para someterlos a un ordenamiento económico más que humano. Los mismos adultos que, cuando chicos, sufrieron ese mismo condicionamiento. ¿Cuántos de ellos pudieron expresarse plenamente como la persona real que eran? Si no, ¿por qué tantos psicólogos? ¿Por qué todos cumplían religiosamente con el ritual de ir a su psicólogo cada semana para desatar los nudos de una formación estructurada y rigidizante que no reconocía la identidad individual y no daba posibilidad de una expresión plena? Y qué hacían ahora con los chicos? Lo mismo. Pero peor aún, porque en ese presente las familias se desarmaban, los valores se habían estrellado y hecho añicos, porque el mundo adulto que se les ofrecía era un verdadero caos. Ya no quedaba, en realidad, ni un mínimo orden social que diera algún asidero y sostén, que ofreciera cierta seguridad. Los adultos estaban creando un verdadero problema a futuro. Ahogaban a estas almas, se las sometía a largas jornadas escolares impidiéndoles cumplir sus etapas. Era casi como castigarlos por haber nacido en esa época y su condena era permanecer en la escuela tantas horas como sus padres en sus trabajos. No podía verse que, tarde o temprano, la etapa del juego aparecería en sus vidas y, cuanto más tarde, peor. A los 20 años, se juega con sexo, con drogas, los juegos se tornan peligrosos. Y más dramático aún, todo esto se hacia en nombre del amor.
Las imágenes no cesaban de agolparse en su mente. Cientos de frases hechas y de mensajes contradictorios que había escuchado a su hermana y a las madres de los amigos de su sobrino, ¡e incluso a las maestras! atosigaban su mente produciéndole dolor de cabeza. Cuando miró el reloj, se sorprendió al ver que ya era muy tarde para su entrevista, entonces decidió que era tiempo de tomar acción. Salió de la librería y corrió a su casa. Llamó a un amigo, necesitaba alguien que le prestara, una vez a la semana durante un par de horas, una sala con computadoras. La consiguió. Prendió su compu, entró a Word y escribió:
QUIERO QUE ME CUENTES TU CUENTO
Te invito a que nos reunamos a escribir historias.
No quiero las historias que nos cuentan los grandes.
No quiero las historias que nos cuentan en la tele.
QUIERO LAS TUYAS,
Las que llevás dentro tuyo, las que conocés desde siempre,
Las que sólo vos conocés.
Nos reunimos los viernes a las 7 en Pozos y Amenábar,
a llenar las compus de cuentos, novelas y dibujos.
Llenó su folleto de colores. Imprimió 30 y los envolvió en una cajita de color dorado a la que le puso un gran moño. Cuando llegó al cumpleaños de su sobrino, le entregó su regalo. Era hora de iniciar el cambio.
MUERTE CONSCIENTE
Unos pocos años atrás, había vendido el departamento familiar. Había obligado así a sus hijos a llevarse aquellas cosas que les interesaban o querían. Era tiempo de simplificar la vida y de ayudar a otros a seguir su propio camino de una vez por todas.
Luego de esto, ella misma había iniciado su propio proceso de desprendimiento. Nunca le había resultado difícil hacerlo. Tenía claro que los objetos estaban en la vida sólo para hacer más fácil el camino. Había intentado transmitir esto a sus hijos, especialmente a uno de ellos, más apegado al pasado y a las cosas. Ella sabía, siempre había sabido, que los objetos en sí mismos no representaban nada, no llenaban los vacíos y no daban seguridad. Recordaba cómo, en la adolescencia, tenía costumbre de vaciar su placard una vez por año y deshacerse de todo lo que no había usado en ese tiempo. Era una actitud revolucionaria en una familia incapaz de liberarse del pasado. Y, ella misma, muchos años después, había tenido que enfrentar esa “tradición” familiar y liberarla. Recordaba cuando su suegra vino a vivir a su casa. Vaciar su departamento había sido una experiencia alucinante. Todo lo que alguna vez había comprado o le habían regalado a lo largo de décadas estaba cuidadosamente guardado. Bolsas y bolsas de basura salían una tras otra del departamento. Bolsas y bolsas de cosas para dar salían rumbo a la iglesia del barrio. Parecía no terminarse nunca. Finalmente, quedó lo único realmente necesario: sus documentos, la foto de su esposo muerto y la ropa que cabía en un placard. Pero un par de años después tuvo que hacer lo mismo con la casa de sus padres. No daba crédito a sus ojos. Bolsas y bolsas llenas de carpetas con papeles, originales y copias, brotaban de los placares. Ropa que nunca había sido usada llenaba espacios inútilmente. Ni la habían disfrutado ni habían permitido que otros lo hicieran. El colmo fue encontrar un pañuelo regalado 12 años antes, aún en su paquete y con la tarjeta de dedicatoria. ¿Cuál era el sentido de todo eso? Poco antes de morir, su padre sólo necesitaba un pañal, el oxígeno y un sinnúmero de medicamentos. Y oración… mucha oración.
También su madre terminó viviendo con sólo lo que entraba en un placard y algunos cajones. Y lo mismo las demás mujeres que compartían el hogar. Vió morir lentamente a sus padres, a su suegra y a muchas otras. Nadie lograba partir, simplemente. Nadie lograba soltar libremente su cuerpo y liberar el alma. La había impactado sobremanera la forma de morir de la gente. Aún cuando ya había vivido eso con su abuela que murió en su casa. No dejaba de pensar qué sucedía con estas personas. El cuerpo moría antes que ellos. Y entonces comprendió que quien, en vida, estaba tan apegado a las cosas, dependía tan profundamente de los objetos para sostenerse, dependía igualmente de su cuerpo. Pero por qué era así. Con su suegra, y por su experiencia de psicóloga, comprendía que el vacío emocional producto de una madre incapaz de demostrar afecto y haber vivido una dura crisis económica cuando era muy chica, hubiesen creado ese patrón de llenar el vacío con objetos. Pero esto no servía para explicar a sus padres.
Entonces se volvió evidente que todos ellos habían carecido de una vida espiritual auténtica. Y esto iba más allá, mucho más allá, de la iglesia o de ser buenos cristianos. No habían tenido una vida propia, no habían realizado su propia misión, tenían cuentas pendientes, habían puesto el eje de sus vidas fuera. En la familia, en el trabajo, en sobrevivir. No habían tenido conciencia clara de quiénes eran, de para qué venimos a esta vida y habían intentado eficientemente no enterarse.
El vacío que eso creaba, dejaba cuentas pendientes, vacíos, sentimientos de no haber completado el camino. Quizás, por eso, muchas lecciones se aprendían en ese complicado y duro cierre de la vida. Su padre nunca había comprendido su responsabilidad en su enfermedad. Aún antes de morir, cuando ya el ser terreno se desintegraba y la Conciencia tenía más espacio para expresarse, aún entonces cuando ya sus familiares fallecidos lo rodeaban para ayudarlo a pasar al otro lado, no reconocía su responsabilidad. Esto la impresionó tan profundamente.
Su suegra, siempre tan eficiente, tan cumplidora, con tantos proyectos que nunca pudo realizar porque su esposo no la acompañaba, fue borrando todo de su mente. Dejó que la realidad y la fantasía, el sueño, se entremezclaran para no poder distinguir uno de otro. Finalmente, tuvo que soltar el control.
Su madre, una persona controladora y una autoritaria encubierta, intentaba, discretamente, seguir mandando desde su habitación del hogar. Sus fantasías de complots, de malas intenciones de otros hacia ella, finalmente se habían desbocado llevándola al consumo de antidepresivos que la habían transformado en una persona extraña, sin espontaneidad, con una mirada que, a veces, miraba sin ver.
Pero algo había común entre los tres. Todos habían tenido miedo de amar y de mostrar su amor a los demás. Sin duda, su educación había ayudado. Pero ellos no se habían dado el permiso de expresar sus sentimientos, de entregarse al amor y de expresarlo a aquellos que amaban. Y eso había sido triste, realmente triste. Recordó el sentimiento que la embargó cuando murió su padre: cansancio. Sí, un cansancio tremendo de haber tenido que vivir simulando con su familia. Sabía que su padre la quería, era un hombre compañero y leal con sus hijos, pero nunca pudo ni abrazarlos o darles un beso más que para saludar. Un par de meses antes de que su padre entrara en agonía, tuvo la intuición de decirle que lo amaba. Pensó que él se desmayaría del susto. Pero cuando, ya internado, él bajó sus barreras, logró lo que no había podido en casi 50 años: abrazarlo y darle las gracias por todo lo que él le había dado. Y él respondió a eso. Un regalo de Dios.
Cuando su madre murió el sentimiento fue más profundo aún. Ella había sido una mujer que parecía sentir que caer en el sentimiento de amar a otro era casi una debilidad. Era dificilísimo mostrarle que se la amaba. Siempre desconfiaba. En el final, fue quedándose aislada por propia elección.
Otra cosa más los unía. Todos habían ido retirándose de la responsabilidad de la vida de una u otra forma, pero los tres siguieron tratando de manejar a todo el mundo desde su situación. Sólo su padre lo había logrado plenamente. Pero eso fue una trampa para él porque, finalmente, nadie le daba la libertad de morir.
La libertad de morir. Nunca había pensado en eso. Pero lo aprendió con su padre. Todo un séquito de personas para atenderlo, incluída su madre aún con su demencia senil, no le daban el espacio a su alma para marcharse. Ella observaba la situación. Comprendía el estado real de su padre y veía a todos revolotearle alrededor y crearle una ilusión de vida. Una ilusión de vida, porque eso fue su final. Lo levantaban, lo vestían, lo sentaban a la mesa, le ponían el diario, pero nadie se daba cuenta que no leía. Que sólo estaba allí. Cada uno que lo rodeaba, llenaba su propio vacío y cubría su miedo al atenderlo. Las personas que atienden enfermos los hacen propios, pero también su muerte las enfrenta a lo inesperado, a la incertidumbre sobre su destino.
Su madre, como su suegra, sólo había ido retirando su conciencia lentamente, pero había deteriorado su cuerpo hasta volver casi al estado fetal. Muchas mujeres morían así. Quizás la conciencia subrepticia de no haber cumplido su objetivo en esta vida, las transformaba en fetos desgastados, intentando recuperar una oportunidad que ya estaba perdida. Como una promesa que se hacían a sí mismas para la próxima vez.
Ver morir la había hecho recapacitar seriamente. Ya llevaba un largo camino espiritual cuando enfrentó todo esto. Pero el camino siempre ofrece nuevas facetas. Comprendió lo importante de que ese camino fuese auténtico y no una bufonada de buenas intenciones y aparatosos clichés. Para ello, la conciencia no podía quedar identificada con las cosas, con las formas, con el mundo. No era difícil para ella. Desde chica, había sabido que nada de este mundo llenaría el vacío que sentía. Que todo aquí no era más que una representación, una ilusión. Y que el mundo no visible era más real que el cotidiano.
Sin embargo, llegar al momento de desencarnar no era simple. Implicaba dar por terminado un proyecto creado mucho antes de nacer. Terminar la relación con un cuerpo y una imagen que, aunque desgastada, era conocida, implicaba un salto al vacío. Debía abandonar los rostros conocidos de viejas almas amigas, territorios dominados, conocimientos adquiridos para aceptar, en algún momento futuro, iniciar un nuevo proyecto que la trajera de vuelta.
Pero, para ella, esto ya no era importante. Su misión había sido cumplida con creces y era hora de volver a casa. Hacía un año que la intuición había ido tomando forma y ella la había seguido sin discutir, como siempre. Libros, adornos (los pocos que quedaban), papeles personales sin importancia, ropa, todo había sido derivado lentamente, y sin llamar la atención, a las obras de caridad o… a la basura. Había simplificado todo de modo que sus hijos tendrían ya todo en orden. Su ciclo en esta vida estaba cumplido y no tenía necesidad de dejar nada atrás. Ni aún su cuerpo. Por eso había dado orden de cremarla algún tiempo después de su muerte y dejar que a las cenizas se las llevara el tiempo. No necesitaba una lápida que marcara que había existido. No necesitaba recuerdos que la mantuvieran en la memoria de los demás. No necesitaba nada.
Sabía, sí sabía, que ella era puro espíritu. Con los años, había alcanzado la comprensión que va más allá de la encarnación. Había comprendido que el pasado es liberado cada vez que uno lo resuelve y que tantas vidas pasadas, quedaban sólo como experiencia y crecimiento. Ya no importaba quién había sido o dónde había vivido en otras vidas (aún cuando el amor por Irlanda se mantuviera intacto). El espíritu no pasa por distintas realidades. No nace y muere. Sólo el cuerpo lo hace. Muchos años atrás, después de morir su padre, les enseñó a sus hijos que la vida era como tomar un taxi. Cuando el viaje se termina, sólo queda bajarse. No importa cuánto tiempo se quede uno sentado en el asiento de atrás, el viaje terminó. Sólo se logra pagarlo más caro.
Y ahora, ella ya estaba lista para bajar. Los últimos meses, al acostarse, en ese momento mágico en que se entra en el sueño, cientos de rostros habían ido desfilando ante su mente. Rostros desconocidos que sonreían, que musitaban “gracias” u ofrecían una rosa blanca en señal de agradecimiento. Había trabajado ayudando a mucha gente por Internet. Quizás esos eran los rostros que nunca había conocido.
También se acercaban los rostros de su gente más amada. Los que ya hacía tiempo se habían bajado del taxi. La alegría mutua del encuentro era enorme. El amor embargaba esos momentos y sus rostros se entremezclaban con los de sus maestros. Esos nombres que la habían acompañado, no físicamente, no humanamente, sino en su camino espiritual. Entonces, la experiencia no tenía parangón. Su espíritu se expandía en todas dimensiones fundiéndose con la totalidad de lo que es. ¿Quién querría quedarse aquí en esas circunstancias?
Había amado profundamente a la Tierra, pero no como un planeta, sino como Gaia. El espíritu que vive. La auténtica Madre. Conectarse a ella siempre la había emocionado, tal era el grado de Amor que experimentaba. Pero ahora, Gaia misma, la liberaba para partir. El planeta azul, el más hermoso, le regalaba su libertad, la posibilidad de volver al Hogar que tanto extrañó toda su vida.
Sin duda, el mundo no visible era más real para ella, que el de los mortales. Y, finalmente, podría volver a él.
Un par de días antes, había cenado con sus hijos y sus nietos. ¡Todo un acontecimiento! Nadie había faltado. Habían sido suficientemente sabios e intuitivos para captar el mensaje que recibieron. Ya no necesitaba despedirse de nadie.
Sacó la llave de la puerta para que sus hijos pudieran entrar al día siguiente sin tener que forzar la puerta. Se recostó sobre su cama. Cerró los ojos y se unió al coro de amigos y maestros que, llenos de sonrisas, y manos extendidas vinieron a buscarla.
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Disfrutaba de esos días de invierno grises, fríos, lluviosos, cuando toda actividad humana parecía detenerse. Nada era más placentero para ella que sentarse junto a la ventana de su dormitorio a contemplar el cielo y la lluvia. Amaba ver los árboles pelados, sentir el suave caer del agua sobre el pavimento. Estos días siempre habían sido sus favoritos. La ayudaban a regresar a su interior para poder escuchar. Amaba ese silencio que se abría al sonido suave de sus sentimientos e intuiciones que tantas veces debían esperar su momento para hacerse oír, tal era el ritmo de su actividad cotidiana.
Siempre había sido esencial para ella escuchar su interior. No lograba sobrevivir sanamente sumergida en el mundo puramente humano. Cuando joven, había llegado a enfermarse para poder ofrecerse ese tiempo de retiro interior. No se trataba de escapar a algún lugar solitario, sino de poder escuchar, unirse a sí misma en el silencio y sentirse. Sentir esas voces que la acompañaban desde siempre. Las voces de su alma, de sus emociones, pero sobre todo, la voz de Dios.
Estos días estaban, sin excepción, acompañados de una mezcla de sentimientos. Si bien sentía placer, un sentimiento más profundo ganaba siempre. Desazón, sí sentía desazón. Un profundo cansancio la invadía cuando lograba parar y salir del mundo por unas horas. Aunque se manejaba bien en todas las demandas cotidianas, eso no la hacía feliz. Lo que más amaba era experimentar a Dios en esos momentos de recogimiento, o en la contemplación del mar en una playa vacía de invierno. Allí cuando todo el bullicio humano por fin cesaba, la eternidad y el infinito encontraban su lugar para experimentarse plenamente.
Se sentía una actriz en el mundo. La vida no era más que actuación. Y, en algún momento, el actor necesita volver al camerino a reponerse. Esos días eran su camerino.
Mirando caer la lluvia, podía comprender y sentir lo perdido que estaba el hombre en su vida cotidiana. Todos corriendo detrás de cosas absolutamente innecesarias e intrascendentes, jugando a creer que todas ellas eran críticas en sus vidas y que, sin ellas, no se puede vivir. ¡Tonterías! Sólo eran distracciones. Sólo servían para enajenarlos cada vez más de sí mismos. La gente se confundía y pensaba que sólo la droga o el alcohol eran adictivos. Sus múltiples ocupaciones vacías lo eran aún más. Nadie, en esencia, quería descubrir lo que había en su interior.
Las madres se escudaban en sus hijos, o en su trabajo para no hacerse cargo de sí mismas. Las mujeres no querían asumir su plena identidad y reconocer que tenían un camino personal que recorrer. Siglos y siglos, viviendo a través de otros, cumpliendo el rol de la víctima y el sacrificado que renuncia a todo por los demás, que no tiene derecho a dormir una noche completa o a salir a pasear sola porque sí. Lo había visto en su casa. Su abuela vivía en función de su esposo y la familia. Pero, ¿había sido feliz? Lo había visto en su madre, una mujer más capacitada para trabajar y vivir una vida independiente que para ser madre. Sentía que, de una forma u otra, todas habían traicionado su destino. Habían renunciado por convencionalismos o comodidad. Pero el mundo actual ya no daba esa oportunidad. Los hijos se iban a vivir lejos. Se rebelaban a sus padres y no volvían al hogar. No respetaban las tradiciones familiares y recorrían sus propios caminos. Les hacían sentir claramente que no eran sus hijos, sino “los hijos y las hijas de la vida”. Por oposición, o por lo que fuera, estaban esforzándose en ser ellos mismos, y conducían a sus padres al sentimiento de vacío. Muchos pensaban que eran crueles, y sin embargo, se habían transformado en extraordinarios maestros. Cuando uno ya no puede llenar su vacío a través de otro, ¿qué queda? Pero los adultos no salían a buscar donde debían, más bien se escudaban en el trabajo, en atender los asuntos de los hijos que habían partido al exterior, o en atender a sus nietos, para que los hijos fueran libres de tener una vida.
Pero, entonces, ¿quién amaba a esos niños y por qué se habían hecho responsables de traerlos a la vida? El mundo parecía patas arriba. Y ella lo sabía y lo sentía con claridad. Por eso esos días lluviosos, traían consigo el sentimiento de desazón, de cansancio espiritual, de desánimo. Una extraordinaria impotencia que se sumaba lentamente día tras día, al escuchar a la gente hablar, al ver la televisión u observarlos en la calle, la ganaba lentamente. No era tan difícil cambiar la realidad después de todo. No era tan difícil poner orden. Sólo había que dejar de correr fuera de uno mismo. Sólo había que detenerse y mirar, sí, mirar, por primera vez, de verdad el mundo en el que estábamos parados.
Bastaba entrar a un supermercado para comprender la enorme cantidad de productos absolutamente innecesarios que se consumen diariamente. Bastaba caminar por una avenida comercial, para comprender la enorme cantidad de ropa que se producía, cuando, en realidad, se necesita bastante poco para vestirse. Y más aún, si sólo se elegía la ropa que fuese acorde al cuerpo y no que hiciera sufrir por ajustada, por incómoda o por inútil, pero “a la moda”. ¿Qué era la moda, después de todo? Sólo la expresión de la energía de la sociedad en cierto momento. Sí, de eso se trataba esencialmente. Y si no, qué había movido a los diseñadores, creativos al fin, a elegir el violeta y ponerlo de moda rajante, en momentos en que el mundo necesitaba purificarse de tanta oscuridad? No había azar en la elección de colores. Los diseñadores eran esencialmente creadores, y su espíritu podía captar esas señales y plasmarlas en la ropa. Sin embargo, las cosas se desbocaban cuando lo único que guiaba cada desfile y cada producción era mantenerse en el mercado y ganar reconocimiento. El ego se filtraba y lo estropeaba todo. ¿Y qué pasaba cuando uno no se sentía identificado con esos colores o esos diseños? La sociedad humana no es abierta, realmente, a aceptar que cada uno use lo que siente afín a sí mismo. No sólo eso, se desconocía y daba la sensación de que nadie quería abrirse a comprender el efecto curativo del color, de las texturas, del diseño. La moda, la fabricación de la ropa, no estaba hecha, finalmente, en función de las personas sino del mercado.
Y todo era así. Todo, absolutamente todo. En el mundo de los celulares, ¿cuánto podía cambiar o enriquecer la vida un teléfono televisor, radio, cámara fotográfica y central de juegos? Si algo podía mostrar la locura de la sociedad era la explosión de los celulares. Un desarrollo tecnológico cuyo logro y objetivo final se apreciaría en unos años más cuando se lograra sintetizar todo gracias a la simplificación de los procesos mentales, terminó convirtiéndose en un artículo de autoestima. ¡Pobre imagen de nosotros mismos!
Y la información… Había una desesperada sed por estar constantemente informados. Pero, ¿informados sobre qué? ¿Interesa realmente saber que el planeta estaba temblando constantemente? ¿Le interesaba a docentes y padres saber que hay proyectos educativos completamente distintos de los actuales y que serían más eficientes? ¿Interesaba saber que se puede recorrer un camino auténticamente personal sin dañar a nadie que permitiera lograr una completa realización personal, que haría feliz a uno mismo y a los que lo ordean? ¿Interesaba saber, como decía Shakespeare, que hay más cosas entre el cielo y la tierra de lo que el corazón imagina? ¿Interesaba saber que se puede ser Dios, que existe un potencial en cada ser humano que no tiene límite, y que tornaría este mundo en un juego infantil sin fundamento? ¿Interesaba saber que hay mucha gente en el mundo que tiene una imagen del futuro completamente distinta de la que se vive hoy?
Todos estos sentimientos decantaban en días como esos. Una especie de cansancio al ver al hombre tan perdido y sumergido en nimiedades para no ver. Una frase de Jesús que había leído muchos años atrás en la Biblia, y que no recordaba habérsela escuchado decir a ningún sacerdote, estaba siempre presente en su alma: “Mayores cosas aún haréis vosotros”. ¿No señalaba el camino? ¿No estaba acaso recordándole al hombre su linaje divino? ¿No estaba diciéndole: Prestá atención, no sólo podés ser un Cristo, podés ser aún más? Recordaba aquella vez que discutía con su madre, insistiéndole que Él había sido un modelo a seguir, no un iluminado distante, inalcanzable e inimitable. La espantaba esa concepción tan pobre que el hombre tiene de sí mismo. Aún aquellos que recorrían el camino espiritual. La mayoría sólo se quedaba caminando. Incluso los que encontraban un maestro de calidad, de amor, una garantía total, se aburrían en la mitad y seguían buscando alguien más que los fascinara. Fascinar, como hacen los hipnotizadores con los animales. Fascinar para los animales, hipnotizar para los humanos. Pocos, muy pocos, buscaban realmente. Pocos, muy pocos, recordaban quiénes eran, o lo intuían al menos, y aspiraban a alcanzar su identidad auténtica.
El camino se hacía cada vez más angosto y solitario. Muchas veces la invadía el cansancio de ser tan distinta a los demás. Si dijera todo tal cual lo pensaba, no le quedaría con quién hablar. La asfixiaba moverse en un mundo tan limitado, que podía cambiar tan simplemente. No era tan difícil. La única dificultad era el hombre mismo. Sus miedos, su comodidad, su pánico a confrontar su vacío interior y reconocer que, a pesar de todo lo que sabía, de lo religioso que era, de todo lo que tenía, de cuánta gente conocía, en el fondo, no había nada.
Se pasó de sociedades donde se vivía comunitariamente, donde toda la familia formaba parte de una sola cosa, a ese mundo individualista, cruelmente individualista en cierto sentido, pero que, en el fondo, constituía un llamado desesperado del hombre hacia sí mismo, para que volviera hacia sí y buscara, buscara, buscara, hasta que encontrara el verdadero tesoro que yacía en su interior.
Podía ver lo que estaba por venir si lo lograban. Vivir en armonía no era una quimera. Nadie era perfecto, pero saber verdaderamente qué es el hombre, haría todo más natural, más simple. Habían sobrevalorado a la mente. Ella los fascinó. Pensaron que, cuanto más complejos sus pensamientos, mayor su inteligencia. Cuanto más compleja su tecnología, proveniente de una mente compleja, más clara señal de superioridad. Sin embargo, era al revés. Cuanto más se lograr simplificar el pensamiento, más eficiente sería la tecnología y más natural la vida. Lo único que se habá logrado había sido dejarse dominar por sólo un aspecto del ser: el mental, y en el camino se habían abandonado afectos, sentimientos, y por sobre todo, la intuición, la vía directa de comunicación con el ser interior, con el verdadero yo.
Se horrorizaban con las cosas que sucedían en el mundo y en su propia vida. Pero ¿era conscientes de la responsabilidad que cada uno tiene en lo que pasa a su alrededor? Hacía muchos años, había leído un texto de Krishnamurti en el que una mujer le preguntaba cómo hacer para no enviar a su hijo a la guerra. Y él contestó; “Sra, si uds. amaran a sus hijos, no habría guerra”. Si la humanidad no quisiera el mundo de crueldad, abandono, ignorancia, desperdicio material y humano en el que estaba viviendo, todo sería diferente. Día a día, más y más gente reaccionaría y lograría su propio despertar. Podrían cambiar el mundo más rápido y con menos tensión.
Sin embargo, era evidente que eso tardaría aún bastante. Aún los que querían cambiar caían en la trampa de la materia, de su propia mente o de su ego. Y este sentimiento de impotencia y cansancio, resurgía en días como ese. Pero aún así, era bueno tenerlo, porque le recordaba que otro mundo era posible, y que él estaba al alcance de la mano.
LOS DIAS SIN LUZ I
Extrañas sensaciones habían ido ganándola en los últimos días. Acopiar, acopiar, acopiar, era el mandato interno que la guiaba. ¿Acopiar qué? Compró agua, montones de agua, litros y litros, fruta seca, barras de cereal, galletas, chocolate, azúcar, todo lo que podía conservarse sin heladera. Casi había agotado el dinero familiar. Pero no podía evitarlo. Revisó cuánta ropa de abrigo había disponible. Era importante lograr calentarse todo lo posible. Había desarrollado un sentimiento de alerta permanente para saber cuándo ir a buscar a sus hijos, donde fuera que estuviesen, para traerlos a casa enseguida. Su esposo estaba igual que ella. Entonces recordaron.
Muchos años atrás, habían llegado a ellos textos anunciando lo que podría suceder. Su sol, después de tantos años de expansión, y de tanta inestabilidad, finalmente, iba en camino a transformarse junto a toda la galaxia . Pero antes, se apagaría. Lo que se avecinaba, no era sólo la oscuridad del planeta, era la experiencia directa de la oscuridad humana. Cada hombre, mujer, niño de ese planeta, sin excepción, tendría que vivir consigo mismo durante, al menos, tres días, hasta que la luz volviera. Y eso significaba muchas cosas. Significaba que no habría electricidad. ¡Un mundo sin electricidad! Ya nadie sabía lo que eso implicaba. El mundo entero dependía de un enchufe en la pared o algún sistema inalámbrico. Las comunicaciones, la salud, las relaciones sociales, la comida, la vestimenta. Un simple corte eléctrico alteraba la vida completa de miles de personas. Un corte en el planeta, era el caos. Pero era más aún. Nadie, absolutamente nadie podría, por tres días, llenar su vacío interior con algo que no fuese él mismo. A la mayoría los tomaría por sorpresa. Nadie se había preocupado por saber qué pasaba en su planeta o en el sol. Todos vivían como si todo fuese eterno, y el cambio no existiera. ¿Ignoraban acaso que los dinosaurios habían desaparecido y las tierras modificadas a lo largo de lo siglos? ¿O eran tan soberbios que pensaban que nunca les sucedería a ellos, simplemente porque todo podían predecirlo y eran dueños y señores del planeta?
Sin embargo la oscuridad se acercaba. Prendió la televisión buscando información. Quizás, en algún programa, alguien estuviera hablando sobre el tema, o dando alguna pauta de lo que estuviera por venir. Quería saber si había alguien más que percibiese lo mismo, ver si había alguien con información científica que corroborara su percepción. Pero no, nada, en absoluto. Todos continuaban hablando sobre moda, la última receta, cómo educar a los hijos rebeldes o sobre el último partido. Pensó entonces, ¿cómo reaccionaría la gente al enfrentar semejante situación sin saber si era el final, o sólo algo pasajero? ¿Dónde quedaría la fe? ¿Cuánto podría sostenerlos? Obviamente, aquellos que supieran rezar de corazón serían los más protegidos. ¿Y los otros, aún los que rezaban, pero detrás de cuyas palabras no había nada? La situación completa se transformaría en una prueba de fuego para cada alma del planeta. No habría lugar que se salvara. Al apagarse el sol, no sólo reinaría la oscuridad, sino el frío absoluto. Por primera vez, la humanidad entera estaría viviendo exactamente la misma experiencia en todo el globo. Nadie podría sentarse en su televisor a ver lo que le pasaba a los otros y pensar “pobre gente” o “también, con todas las macanas que han hecho”. En realidad, para muchos sería algo así como el juicio final. Sin embargo, no hay un juicio final en sí. Simplemente, cada uno, se conocería a sí mismo en semejante encrucijada. Sabría donde residía su fortaleza, y si tenía alguna.
La humanidad quedaría expuesta a enfrentar el frío, el hambre, la oscuridad. Todo lo contrario de lo que había buscado eternamente. Pero más aún, se sentirían abandonados por Dios al sentir que la vida en el universo entero llegaba a su fin. ¿De qué otra forma, si no, podría comprenderse el sentirse, por primera vez, sumergido en la nada absoluta?
Un ruido la sobresaltó. Su esposo la llamaba por teléfono. Tenía la misma urgencia que ella. Veía a la gente por la calle, viviendo sus vidas cotidianas, sin idea alguna de lo que estaba por acontecer, y se sentía estremecido. Ella no dejaba de pensar en cómo reaccionaría la gente. Quizás algunos se volcaran al placer descontrolado pensando que el último día había llegado y nada quedaba para salvarlos. Otros, robarían pensando que sólo era un sucio truco de los más desarrollados o de algún país enemigo dueño de energía alternativa o petróleo escondido. Algunos pensarían que Dios los había abandonado. La gran mayoría, sin duda, asumiría que algún poder externo a ellos mismos los estaba condenando.
¿Cuántos podrían comprender que la oportunidad divina estaba a sus pies? La gran oportunidad de todo el sistema de alcanzar una nueva etapa, un crecimiento, una expansión. Había oído decir que, cuando el sol se transforma, su luz es aún mayor e iluminaría todo el planeta simultáneamente durante las 24 horas. ¿No es eso lo que se buscaba? ¿No se recorrieron religiones, maestros e infinidad de caminos buscando esa luz duradera y completa? ¿No reflejaría semejante expansión la propia expansión de la conciencia humana? Probablemente, pero para ello, primero cada hombre, mujer o niño (sí, aún los niños, porque aunque sus cuerpos sean jóvenes sus almas no lo son) debería conocerse a sí mismo y ver si sería capaz de iluminar e iluminarse en medio de tal oscuridad.
Al ver que ambos percibían lo mismo, llegó a la conclusión que era tiempo de reunir a sus hijos bajo su propio techo. Se preparó y salió rumbo a los colegios a retirarlos temprano. Alguna vez habían hablado con ellos sobre esta posibilidad, de modo que no les resultaría extraño. En el camino, mientras caminaba por las calles otoñales cubiertas de pequeñas hojas doradas arrastradas por el viento se preguntaba ¿quién podía garantizar lograr atravesar semejante prueba? Tres días de absoluta oscuridad llevan a perder la noción del tiempo. Sería de gran ayuda haber logrado llevar la conciencia al presente eterno, más allá de las nociones de pasado y futuro, para así permanecer sólo en el ahora.
Y eso no sería todo. Habría que sobreponerse a los gritos del exterior, los gritos de terror, de lujuria, de maldad. Cuando las puertas de la oscuridad se abren, todo brota sin límites. Mantener la luz y la cordura en esos momentos, sería un desafío mayúsculo. Y no sólo la propia. También la de aquellos que compartieran ese momento bajo el mismo techo. Todos serían probados a fuego en medio del frío y la oscuridad.
Mientras volvía caminando con sus hijos, ellos le preguntaban si el presidente podía hacer algo, si la Nasa podría evitarlo, quizás con algún misil, como tienen costumbre de pensar los guionistas de cine. Sonreía ante su ingenuidad, pero al mismo tiempo se preguntaba ¿cómo se sentirían todas aquellas personas que abusaron del poder al comprenderse tan impotentes y expuestos a las mismas desgracias y vacíos que los demás? ¿Cómo se sentirían todos los que trataron de manipular explícita o emocionalmente a los demás para sostenerse a sí mismos? ¿Cómo los que trataron de proteger a todos los que amaban al darse cuenta que, cada alma, más allá de lo que uno deseara, debería experimentar semejante prueba por sí mismo? ¿Y los gourmets? ¿Y la gente de la moda? ¿Y los d-jays? ¿Y los dueños de boliches? Todos aquellos que vivieron para la imagen, para el desenfreno, para el exterior, ¿lograrían encontrar ese refugio interno donde protegerse y sostenerse a sí mismos?
Entonces una duda alcanzó su alma. ¿Habría gente que lograra sobrevivir pero refugiándose en la locura? ¿Qué harían para ayudarlos al terminar? ¿Podría la nueva luz ayudarlos a sanar?
Al vislumbrar esto, comprendió que el regreso de la luz podría enfrentarlos a un panorama desolador de cadáveres humanos. El regreso no sería mágico. Deberían enfrentar el desafío de encontrar un nuevo orden. Y debería ser totalmente nuevo. Ya no podrían seguir las viejas pautas que dominaron una vez la humanidad. Sería imposible, porque ellos mismos habrían logrado ya un salto en sus conciencias. Habrían logrado, entre otras cosas, salir de su egocentrismo para comprender su unidad con la creación. Lo habrían logrado al darse cuenta que un fenómeno en el cosmos, los afectaba también a ellos. Aquello que habían ignorado por siglos, finalmente se volvería evidente. No podían volver a una sociedad basada en el consumo, en el dinero, en la propiedad individual. Deberían integrarse como uno solo para lograr afrontar los desafíos por venir. Mucho del alimento se habría perdido. Sería necesario evaluar la condición de las aguas. Si el planeta tuviese que soportar algún cambio de posición, muchas más cosas estarían afectadas. En síntesis, un fantástico camino de humildad se abriría ante ellos.
Acababan de entrar a su hogar. Su esposo ya estaba allí. En ese momento, la luz parpadeó. El fax se apagó y volvió a prenderse, al igual que la heladera. Desconectaron los aparatos y buscaron algunas velas de 3 días y los rosarios. Uno para cada uno. Recordaban claramente la recomendación fundamental: siempre debía haber alguien despierto rezando en cada casa. A pesar de que apenas pasaba el mediodía, comenzó a oscurecerse lentamente. Un viento frío comenzaba a soplar. Bajaron las persianas y trabaron todas las puertas. Cubrieron todas las hendijas con diarios para frenar la entrada de aire frío. Reunieron el alimento en una habitación aislada del exterior. Acomodaron todo lo que estaba en la heladera, de forma de utilizarlo primero. Sacaron mantas, cobertores, pullovers y camperas y ubicaron todo a su alrededor. Juntaron agua en baldes que dejaron en los baños. Colocaron los colchones de forma que pudieran dormir por turnos y darse calor mutuamente. Llamó a su amiga, su mejor amiga, una hermana del alma que había enriquecido su viaje en esta tierra. Ella estaba haciendo lo mismo. Se recordaron mutuamente lo mucho que se querían y se dieron fuerzas para enfrentar este nuevo desafío. Entonces se preguntó si sería posible que la humanidad atravesara semejante prueba… y lograra salir adelante y crecida. Ella creía que sí. Pero no sería fácil. Sin embargo, valía la pena ser parte del proceso y tener la oportunidad de ser los nuevos fundadores de una civilización asentada en la luz, integrada al cosmos, humilde… pero sabia. Cuando por fin, los hombres, recordaran quiénes eran y cuál era su lugar en la Creación.
En ese momento, la oscuridad envolvió al planeta y todas las comunicaciones se cortaron.
LOS DIAS SIN LUZ II
Estaba cansado. A pesar de que apenas había pasado el mediodía ya se sentía cansado. Había estado trabajando tiempo extra. Pronto habría una promoción y quería ganarla. El dinero extra le serviría para pagar la cuota de un auto. ¡Un auto! Primera vez en su vida que podría disfrutar de un auto propio. Ya saboreaba el placer de ir a trabajar en él, soñaba de qué color y marca sería. Incluso hasta había discutido con su esposa que quería algo más utilitario pensando en sus tres pequeños. Ella no lo comprendía. Sólo le importaba lo que fuese más práctico para la familia. Pero él trabajaba duro y quería darse el gusto. Cuando, finalmente, fuese ascendido y cobrara el aumento, empezaría a pagar la cuota para, en un año a más tardar, ya le fuera adjudicado y pudiese disfrutarlo.
Hacía un par de días que no veía a sus hijos. Llegaba muy tarde en la noche y partía temprano para llegar antes que sus compañeros y adelantar el trabajo. No sólo lograría la mejor presentación sino también su jefe vería lo sacrificado que era. Renunciaba a todo por su empleo. Bueno, no tanto en realidad, el auto era más importante.
Decidió salir a tomar un poco de aire. Ya se sentía embotado y le costaba pensar. Una extraña sensación de inquietud había estado presente en los últimos días, con cierta ansiedad, y lo más raro de todo era que sus compañeros estaban igual. Quizás era la proximidad del anuncio de los ascensos. Siempre los ponía nerviosos.
Era una hermosa tarde otoñal. A pesar de que los barrenderos pasaban una y otra vez no lograban quitar todas las hojas del suelo. Le gustaba ver las hojas marrones caídas en las veredas y caminar sobre ellas escuchando el suave ruido que hacían al romperse. Le daba paz. En cierta forma, le hacía recordar que, más allá de la oficina y el trabajo, había una vida y que algún día podría disfrutarla.
Un viento frío comenzó a soplar. Pareció llegar de repente. Sin aviso. Tenía poco abrigo. Habían anunciado que la temperatura llegaría a los 20 grados ese día. Otra vez se habían equivocado. No era raro en este otoño tan variable. No le dio importancia y siguió caminando. El viento comenzó a volverse más fuerte y más frío. Pronto una extraña oscuridad comenzó a envolver la ciudad. La gente, como él, se paraba a mirar el cielo. Los autos se chocaban entre sí, mientras sus conductores miraban hacia arriba tratando de descifrar lo que estaba sucediendo. El frío se hacía insoportable. Las calles se habían vuelto un caos de tráfico y gente. La oscuridad comenzaba a hacerse tan profunda que ya casi no se veía nada. Por alguna extraña razón las luces de la ciudad no se encendían y los autos habían dejado de funcionar. Veía a los comerciantes desesperados tratando de encender las marquesinas y las luces de los locales sin éxito. Algunos pensaban que se trataba de un eclipse de sol. Pero nadie recordaba que lo hubiesen anunciado. Además, nunca terminaba. Lo que inicialmente fue curiosidad y desconcierto, empezó a convertirse en pánico. La gente, desorientada por la falta de luz, caminaba chocándose unos a otros. Tomó su celular para llamar a su casa a preguntarle a su esposa si tenía alguna información. Pero el teléfono no funcionaba. Encontró un teléfono público y, a tientas, intentó llamar. Pero tampoco pudo. Comprendió que no podría volver a su oficina. Eso era un problema, ahora el trabajo quedaría sin terminar y su jefe creería que se había ido a su casa.
Recordó haber pasado una vieja iglesia mientras paseaba y, a tientas, en una oscuridad que se extendía velozmente, logró llegar a ella. Se encontró con un montón de gente que había buscado refugio allí. Habían encendido el cirio pascual y cuantas velas tenían disponibles. Las habían distribuido por todo la nave central. Pero lo techos eran muy altos y el calor se perdía. Entonces, una señora, lo tomó del brazo y le pidió que lo acompañara. Lo sacó por una puerta lateral y lo condujo por unos pasillos hasta el lugar donde juntaban las colectas. Le ordenó sacar todo lo que encontrara de abrigo. Ayudados apenas por una vela, encontraron sacos, pullovers y algunas mantas. No alcanzaría para todos. Volvieron para entregar lo que podían. La gente estaba rezando el rosario guiada por el sacerdote mientras otras mujeres distribuían alimento que recomendaban guardar para más tarde. No era mucho. Una mujer, a su lado, sacó un rosario de su cartera y se lo entregó. No recordaba haberlo rezado nunca. La única imagen ligada a un rosario era cuando, en las vacaciones, su abuela viajaba con sus hermanas y juntas rezaban una letanía aburrida y monótona que debía dormir hasta a Dios. Él siempre pensaba que eso no podía ser una oración útil . Pero ahora era distinto. La gente, movida por el miedo y la ansiedad parecía rezar con el alma.
El frío se hacía más intenso. La gente se apretujaba para darse calor. No tardaron en hacerse oir los llantos de los chicos y las quejas caprichosas porque ya no resistían el encierro ni el frío. La angustia de la gente comenzó a crecer. Las madres lloraban porque algunas no lograban mantener calientes a sus hijos. Un hombre gritó, lleno de ira, a Dios, preguntándole por qué les hacía esto. Increpó al sacerdote y provocó un tumulto. La gente, que apenas veía en la oscuridad, comenzó a empujarse a un lado y otro hasta que, sin querer, voltearon una estatua muy antigua y enorme que, al caer, aplastó a los que estaban abajo. El pánico ganó. Decidió que era tiempo de irse. Las cosas se pondrían cada vez peor.
Al salir, el frío era terrible y la oscuridad absoluta. No recordaba haber estado nunca ante una oscuridad tan profunda. Casi como un reflejo del alma del hombre. Pensó que le vendría bien tener velas y, pegado a la pared, se deslizó hasta la santería que estaba junto a la iglesia. Quizás lograra conseguir algún paquete. A tientas, y revolviendo todo, mientras con una mano seguía sosteniendo el rosario y su mente recitaba sin cesar las oraciones sin que él mismo se diera cuenta de lo que hacía, logró encontrar varios paquetes. Indudablemente la gente no estaba pensando igual que él.
Ahora necesitaría fósforos. No fumaba. Era de sus pocas buenas cualidades. Había visto a su abuelo y a su padre morir de enfisema. No sería tan estúpido. Pero tenía que tener cuidado de no ser tan estúpido de morir de frío. Se sentía afortunado por haber conseguido abrigo en la iglesia. Necesitaba llegar a un kiosco. Quizás hubiera fósforos o algún encendedor. En ese momento, tomó conciencia de lo que realmente sucedía en la calle. Vencido el estupor inicial, la gente estaba totalmente desorientada. No se podía cruzar las calles porque los autos habían sido abandonados a tontas y a locas cuando sus motores dejaron de funcionar. Algunas personas trataban de guiarse mutuamente, aparentemente tomados de las manos. Se oía el llanto desconsolado y desgarrador de alguna mujer cuyo bebé había muerto congelado. Pero también se oía el grito de gente siendo violada. Como si con la oscuridad, las puertas mismas del infierno se hubieran abierto. Al caminar oía el ruido de vidrios rotos bajo sus pies. Seguramente algunos habían saqueado los comercios. Toda clase de ruidos, gritos y risas crueles cruzaban el aire. Se podía percibir que había quienes habían caído en la locura. Sus palabras sin sentido, sus risas que hacían correr un frío por la espalda. En eso sintió que alguien lo tocaba. Se sobresaltó. Pensó que tratarían de matarlo para sacarle las velas o el abrigo. Estaban junto a un árbol. A tientas tiró la mano para tratar de detectar quién era. Quien lo tocó se bamboleaba. Sus manos alcanzaron casi a las piernas. No comprendía. ¿Qué era eso? De pronto, la sangre se le heló. Alguien se había colgado. ¿Habría otros así? Trató de encontrar la pared y recordó que quería conseguir fósforos. Pero también se preguntaba qué vería al tener luz. Y qué pasaría cuando otros se dieran cuenta que él tenía lo que a ellos les faltaba.
Su mente, automáticamente, seguía rezando. Alcanzó una pared que tenía los vidrios rotos y supuso que era un comercio. Con mucho cuidado para no cortarse y tratando de mantener su mente lúcida pese a los gritos de terror y pánico que lo rodeaban, se dio cuenta que afortunadamente había llegado a un kiosco. Podría conseguir fuego, pero también, si Dios lo ayudaba, algunas golosinas para mantenerse. Así fue. Aunque ya lo habían saqueado desperdigados por el piso y mezclados entre los vidrios, podían encontrarse algunos chocolates y caramelos. Pensó en sus hijos. Recién entonces pensó en ellos. Y en su esposa. Lo impactó darse cuenta que, recién entonces se hubiese acordado de ellos. La desorientación le impedía saber cuánto tiempo había pasado. Logró encontrar un lugar, detrás de una heladera haciendo ángulo con una pared que lo protegía un tanto del frío y de los gritos. Y se puso a llorar. No había visto a sus hijos y apenas había besado a su mujer en dos días, y todo por un estúpido ascenso y un estúpido auto que ni siquiera sabía si algún día tendría. Lloraba y lloraba mientras sostenía el rosario en una mano y los chocolates en la otra. Pensó qué estaría pasándoles. Cómo se sentirían y si aún estarían vivos. Probablemente sí. Su esposa tenía un radar especial para proteger a sus cachorros. Y era un espíritu abierto. Nunca se cerraba a lo espiritual Quizás alguna vez hubiera escuchado algo. Lloró más amargamente y con un dolor más profundo al recordar cuántas veces ella lo miraba a los ojos y le decía que era un buen hombre pero que todavía no se había dado cuenta. Él no quería ser un buen hombre, quería tener un buen trabajo, ser considerado de los mejores, quería poder comprar una casa en un country y tener un auto deportivo. Ya tendría tiempo de ser un buen hombre.
No lograba contener las lágrimas. Parecía que lloraba por su vida entera. Y, en realidad, así era. Lo más probable era que su vida terminara allí, arrumbado tras una heladera, con chocolates en una mano y el rosario en la otra. ¡El rosario! Aún si muriera ahora, quizás tendría la oportunidad de alcanzar un lugarcito en el cielo si moría rezando. Ni siquiera sabía si había un cielo y realmente nunca se lo había planteado. Pero, por las dudas, valía la pena intentarlo. Por un momento, parecía que el mundo entero se había detenido y casi ni escuchaba las voces en el exterior.
Estaba adormeciéndose cuando un golpe lo hizo reaccionar. Un hombre, aparentemente, furioso, enloquecido, presa del pánico desbordado, entraba golpeándolo todo y gritando como si un demonio se hubiese apoderado de él. No se animó a prender una vela, si él lo veía podía asestarle un golpe más acertadamente. Trató de esquivar los golpes como podía, aunque con poco éxito. Rodaba entre los vidrios rotos, y podía sentir clavándoselos. No quería emitir sonido, para que el loco no lo encontrara. Logró salir y trató de correr, pero tropezaba con los cadáveres desparramados y con aquellos que se habían entregado a la muerte porque ya no tenían fuerza para luchar.
Finalmente, logró encontrar una pared donde apoyarse. Lo más difícil era cruzar las calles. Había que caminar sobre los autos y entre ellos. A veces, incluso, hasta entrar por una puerta y salir por la otra. Tentaba la idea de quedarse dentro de uno de ellos, pero la imagen del loco, lo movió a continuar avanzando.
Morir era una idea tentadora. ¿Y si esto no acabase nunca? Quizás sólo estaba presenciando el final de su planeta. Si fuera así, ¿para qué esforzarse en mantenerse vivo? Los rostros de sus hijos aparecieron en su mente. Y algunos recuerdos lejanos. Se dio cuenta que hacía más de dos días que, en realidad, no los veía. Aún cuando estaba con ellos su mente estaba lejos, en su trabajo, en el futuro, en sus ambiciones. Aún cuando llegaban con las manitos llenas de tierra o dulce para que se las lavara, él no los veía realmente. No quería morir así. Quería verlos, de verdad, una vez más. Trataría de llegar, pero estaba totalmente desorientado. Aún así, si se quedaba quieto, moriría sin remedio.
Pensó en tratar de encontrar alguna casa que le diera refugio. Cuando se acercaba a una puerta, podía oir voces furiosas y enardecidas desde el interior. Recordó la experiencia en la iglesia. Allí donde había silencio, no contestaban el llamado. Quizás, cada uno de ellos hubiera elegido dónde estar en ese día. Quizás, como decía su esposa, cada uno venía a esta vida para completar un aprendizaje. Y, él lo sabía bien, su aprendizaje ni siquiera había empezado.
Decidió que ya era tiempo de asumir su responsabilidad en todo este asunto. Dejó de caminar y encontró un pequeño zaguán que le dio espacio para sentarse. Milagrosamente, nadie estaba allí, ni muerto ni violado ni borracho ni loco. Cada vez se oían menos gritos a su alrededor, pero cada vez más cadáveres trababan el paso. Decidió no pensar en nada de eso. Cerrar sus ojos y su mente a todo lo que había idolatrado hasta ese momento. Recordó el becerro de oro del que le contaban cuando era chico. Sí, él había sido adorador del becerro de oro. Y ahora era tiempo de adorar a Dios. Sin importar ya si sobrevivía o no, si el planeta terminaba aquí o sólo era un evento en su historia. Si moría aquí, quería que fuera con Dios en su corazón. Ni su padre ni su abuelo habían muerto con Dios en su interior. Como él, ni siquiera se habían planteado si había un cielo. Pero él había sido más sabio y se había casado con una mujer que sí lo había hecho y que, sin que él mismo se diera cuenta, había enriquecido su alma y encendido una chispa en su interior. Ahora era tiempo de que él mismo la alimentara. Tomó el rosario y comenzó a rezar. No recordaba exactamente los misterios porque, por primera vez, los había escuchado en la iglesia, pero dirigía su mente a recordar todo lo que pudiera sobre la vida de Jesús. Rezando, rezando, finalmente se quedó dormido.
Lentamente, la luz comenzó a regresar. Un panorama desolador se presentaba en las calles para aquellos que habían sobrevivido. Una mujer levantó muy despacio, y con mucha precaución la persiana de su departamento. La puerta del edificio había sido destruída por la gente que buscaba refugio y habían tenido que asegurar la puerta del departamento para que no la voltearan. Ahora, al aclarar, se animaban a asomarse al exterior. No quería que sus hijos vieran la realidad antes que ella. Miró, primero por las hendijas, para acostumbrarse ella misma a lo que imaginaba encontrar. Era tal como lo que esperaba. Sin embargo, algo le llamó la atención. En el zaguán del edificio de enfrente, entre la ropa vieja de un hombre, asomaba un rosario. Un hermoso rosario de perlas rosadas que parecían reflejar la nueva luz que iluminaba su planeta. Tomó coraje. Dejó a sus tres niños encerrados en el departamento con orden de no hacer nada hasta que ella volviera. Bajó las escaleras eludiendo cadáveres y restos de todo tipo. Cruzó la calle como pudo y se acercó al hombre del rosario. Tenía mucha ropa puesta. Quizás aún estuviera vivo.
Lo sacudió suavemente al principio. Pero él no reaccionó. Lo intentó de nuevo, con más fuerza, y entonces pudo verlo con claridad. Lo conocía bien. Gracias a Dios podía verlo otra vez. Lo llamó por su nombre hasta que él reaccionó y, mirándola, casi sin fuerzas musitó “Perdón”. Logró alzarlo para ayudarlo a llegar hasta su casa. No sabía si tuviera fuerzas suficientes para hacerlo subir los dos pisos por la escalera. Le habló y le habló sobre sus hijos, sobre su hogar, sobre Dios. Él fue reaccionando lentamente. Parecía que el alma volvía a su cuerpo. Su mente se aclaraba. Recordó cómo al decidirse a rezar y entregarse totalmente a Dios, había sentido un suave calor que lo rodeaba como aislándolo del resto. Al llegar a la puerta de su departamento, otro hombre cruzó el umbral. El hombre que su esposa conocía, un buen hombre que había estado perdido, pero que había encontrado el camino de regreso a casa.
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I
¡Pronto empezarían las clases otra vez! A veces se preguntaba cuántas madres se sentirían tan desoladas al ver que sus hijos volverían a insertarse en un ambiente restrictivo, hipnotizante, limitado, donde el mejor es el que más hipnotizado y sumiso es, el que mejor se adapta a lo que los adultos quieren sacrificando su identidad real. Soñaba con, algún día, poder retirarse al campo, dar rienda a suelta a cada uno a desarrollarse en lo suyo, libres de sistemas que cercenaban la individualidad y la originalidad. No dejaba de olvidar su propia experiencia. Eran épocas diferentes. Los adultos delimitaban claramente la escala de valores (aunque rara vez la cumplieran) y era claro que los chicos no eran más que eso, chicos, sin opinión, sin voto, sin que se esperara de ellos nada más que perfecta adaptación, perfecta presencia y, sobre todo, que no molestaran. Bueno, en eso las cosas no habían cambiado tanto. Aunque ahora los adultos se llenaran la boca hablando de los chicos y del respeto hacia ellos, en el fondo, nadie sabía bien que hacer con ellos. Los padres, con la excusa de que se prepararan para el futuro, los inscribían en colegios con horarios más largos que los que ellos mismos pasaban en la oficina. Y, para que nada quedara librado al azar y como el deporte es tan importante, los sábados a entrenar. A veces se preguntaba qué inventarían esos padres para los días domingos, cuando no había más remedio que compartir en familia.
En fin, pronto, toda la familia quedaría sumida en horarios, tareas y obligaciones. El tiempo pasa rápido, los chicos crecen volando, ¿por qué era tan difícil para los padres y los docentes disfrutar del tiempo juntos? ¿Para qué formar familias entonces? ¿Por qué tantos jóvenes se volcaban a ser maestros cuando en realidad, no sentían verdadero amor por sus alumnos? Enorme hipocresía porque, en el fondo, lo que se había perdido era el Amor.
Esas vacaciones habían sido especiales. Por primera vez en varios años habían podido disfrutarlas plenamente. La enfermedad de los abuelos, sus muertes lentas, luego de una vejez desintegradora, sin espiritualidad, habían dominado los últimos años de la vida familiar. Finalmente, todos esos procesos habían terminado. La familia había estado increíblemente unida en todo ese tiempo. Los chicos habían dado notables muestras de madurez. Quizás, el respeto por su identidad, por sus tiempos, por sus gustos, el sostener la unidad familiar, el compartir juntos casi todo, les había dado a sus hijos la fortaleza interior para navegar una dificultad tras otra, un cambio tras otro, el ser testigos de la decrepitud lenta y sostenida de sus mayores mientras ellos mismos construían su identidad.
Al día siguiente, 3 de marzo, estarían a sólo 3 días del inicio de las clases. Comenzó a pensar cómo celebrar el nuevo comienzo. Varios años atrás, había decidido que el día previo a volver al colegio se celebrara honrando el tiempo de vacaciones y el tiempo de trabajo que se iniciaba. A veces, con sándwiches y torta; otras, con una picadita, como a ellos les gustaba. Quería algo especial para este año. Tenía aún un par de días para planearlo. De todos modos, ya era tarde. Los chicos dormían, finalmente, y luego de un café, en silencio, con su esposo, era hora de descansar.
II
De pronto, abrió los ojos. Se quedó atónita observando el reloj. Eran las 3:33. ¡Eran las 3:33 del 3 del 3! No era casualidad. Llevaba varios días despertando a las 5:55. Parecía un mensaje que la había ido preparando para ese momento. Y ella lo sabía bien. Giró para despertar a su esposo. Él también acaba de despertar. Se miraron a los ojos. Llevaban más de la mitad de la vida juntos y, por lo que sospechaban, muchas vidas compartidas. No tuvieron que decir nada. Ambos sabían. Compartían intuiciones. Cada uno era una parte de esa totalidad que eran juntos. Dios les mandaba los mensajes simultáneamente, y cada uno, cumplía su parte. Se complementaban.
Entonces se levantaron. Ella fue a preparar un desayuno mientras organizaban sus mentes. Debían despertar a los chicos y prepararlos para partir. Tendrían que ser muy cautos al prepararlos para el viaje. Los dejarían llevar dos o tres pertenencias especialmente valiosas para ellos, pero no más. La mínima ropa. Ningún libro. Les dirían que harían un último viaje de vacaciones, un regalo sorpresa, una idea sorpresa de papá y mamá. Era necesario llevar alimentos. En algún punto del viaje las estaciones de servicio comenzarían a escasear. Una linterna, esa era una buena idea. Y mapas, aunque no creía que llegaran a usarlos realmente.
Una vez que todos estuvieron listos, subieron al auto. Lograban salir una hora más tarde, cuando aún era noche y la ciudad entera dormía sumida en la ignorancia. No sabían hacia dónde irían, pero sí que serían guiados hacia el lugar correcto.
Se dirigieron para salir hacia el oeste de la ciudad. Sabían que debían atravesar el país hasta llegar a la Cordillera. La alegría y excitación inicial de los chicos fue convirtiéndose, lentamente, en cansancio. Sin embargo, no estaban nerviosos ni aburridos. Una cierta somnolencia, nada frecuente en ellos, los ganaba. En ese silencio, ellos podían captar mejor la intuición que los guiaba.
Fueron dejando atrás las zonas pobladas, El paisaje cambiaba lentamente haciéndose más rural, y luego más seco. Pequeñas elevaciones aparecían cada tanto. Ya habían desayunado, almorzado y hasta merendado, cuando empezaron a divisar, a lo lejos, los picos más altos. Una estación de servicio sirvió para cargar el tanque por tercera vez y estirar las piernas. Ahora se iniciaba una etapa a ciegas, sin camino, sin mapas, sin garantías.
Bajaron paulatinamente la velocidad para tener claro hacia dónde iban. Ya estaba oscureciendo cuando alcanzaron la base de las primeras montañas. En su ciega obediencia a la autoridad interna que los guiaba, nunca se detuvieron a pensar que pudieran tener que pasar la noche a la intemperie. Pararon el auto y todos bajaron. Con la linterna, en una noche que se iba cerrando más y más, empezaron a buscar un camino. Parecía que habían tropezado con una pared. De pronto, uno de los chicos, el más inquieto, el de las reacciones inesperadas, pareció perderse en un pliegue de la ladera. Desesperados, corrieron hacia él y allí estaba, la apertura que buscaban.
Uno a uno fueron entrando lentamente, unidos por sus manos, en fila, por una delgada galería cavada en la roca. No necesitaron la linterna, una suave luminosidad marcaba el camino y los acompañaba. Algunos de sus hijos, dudaron por un momento, pero la firme confianza y serenidad del resto les dio valor para seguir adelante.
El aire se hacía más delgado a medida que avanzaban hacia el interior de la montaña. Extrañas sensaciones acompañaban el recorrido. La cabeza parecía llenarse de aire. Los pensamientos que, primero se agolpaban en la mente, de pronto desaparecían por completo, como si hubiesen sido limpiados en un segundo. Todos los sentimientos de miedo, ira, angustia, salían disparados al tiempo que, también, en un segundo, desaparecían. Como si algo o alguien estuviera purificándolos de toda la carga que traían. Pronto, ya no pudieron ni pensar. Sólo avanzaban en silencio.
En un momento se detuvieron. La luz que los había acompañado parecía desvanecerse. Se sintieron perdidos en medio de la roca, lejos del aire fresco de esa noche y sin camino que recorrer. Nuevamente, cientos de sentimientos y pensamientos humanos, muy humanos, se agolparon en sus mentes y sus corazones. Pero ahora tuvieron la fuerza para decir “No, no queremos esto”. Entonces, en un recodo que no habían visto antes, la luz los guiaba nuevamente. Un pequeño camino descendente empezaba a guiarlos hacia donde realmente iban. Y ellos lo sabían. No sólo ellos, sus hijos también.
Al descender, entraron en un sistema de cuevas talladas en la roca, en lo profundo de la cordillera. Nadie llegaba allí por accidente. Debía ser “invitado”. Una profunda sensación de felicidad y gozo interior los llenó al comprender que tantos años de entrega cotidiana a Dios y de una auténtica búsqueda espiritual, les había abierto las puertas para llegar allí. No sentían soberbia, ni autosatisfacción, sino un profundo agradecimiento y una emoción intensa. Recorrer ese camino había abierto esas puertas también para sus hijos.
Las cavernas tenían forma semicircular y del techo de cada una, justo en su centro, asomaba un enorme cuarzo cavado de la roca misma. Otros más pequeños asomaban en las paredes y todo alrededor. Una luz suave, pareja, no hiriente a los ojos, como la que los había guiado, iluminaba a cada una. Un sistema de pasillos conectaba las cavernas entre sí. En algunas vieron camillas alineadas con el cuarzo del techo y personas acostadas sobre ellas. En otras, pequeñas creaciones en cristal que, sin embargo, parecían una tecnología sofisticada. En realidad, cuanto más simplificado está el pensamiento, más eficiente y simple es la herramienta. Esto parecía llegar a su mente como una verdad incontrastable.
Hacia el final del pasillo que estaban recorriendo, llegaron a una cueva de características especiales. Era más grande que las demás. La luz allí era suavemente dorada y llevaba a buscar el recogimiento interior, el silencio profundo, la alineación perfecta. Tres enormes cuarzos asomaban del techo dibujando un triangulo, y una enorme cruz se dibujaba en el suelo con una luz que no podían precisar de dónde venía. No dijeron ni una palabra, pero cada uno de ellos tomó un lugar en la habitación y, sentándose en el suelo, cerraron los ojos. Permanecieron así, en silencio, durante un momento hasta que una suave brisa fresca y cálida a la vez, los permeó de un profundo sentimiento de amor, de completud. En ese momento, de los tres cuarzos salieron tres haces de luz color rosa, celeste y blanco y de la cruz en el suelo, rayos de luz dorada emergieron hacia arriba, en tal cantidad, que dejaban dibujada en el espacio entre ellos una pared de luz a la que se unían los rayos de colores, llenando la caverna de una especie de iridiscencia luminosa. Entonces, de sus propios corazones sintieron brotar un rayo de energía, cuyo color dependía de la cualidad espiritual que cada uno de ellos había traído a la vida para cumplir su misión. Por un momento, todas las luces de la caverna se habían unido en una sola. La caverna parecía brillar y estallar en colores. Sus conciencias ya no recordaban estar sentados allí, sino que se experimentaban a sí mismas integradas al universo entero, sin limitaciones, sin divisiones, sin individualidad. En la conciencia de la Unidad Absoluta. Parecía que podían sentir en ellos la conciencia de cada planeta, de cada estrella, de cada mínima partícula de existencia en el cosmos. Experimentaron, a fuego, la unidad de la Creación y se reconocieron a sí mismos como una gota en ese océano. Permanecieron unos momentos más en silencio. Sus corazones rebosaban de paz. Lentamente, sus conciencias fueron regresando, al tiempo que los haces luminosos regresaban también a su lugar. Fueron abriendo los ojos lentamente y se miraron a sí mismos de otra manera. Una expresión en sus ojos testimoniaba el cambio que habían experimentado. Su profundidad era síntoma de una expansión personal que los hacía conocedores de una realidad que, a la mayoría, se le escapaba. Luego de unos momentos en silenciosa contemplación, se incorporaron para partir. Tenían claro que no se quedarían allí. Debían volver a su lugar de siempre. Había mucho que hacer y una gran oportunidad de enseñar. Permanecer allí no le serviría a nadie.
Recorrieron el camino de regreso en silencio y en absoluta armonía. Al salir, estaba amaneciendo. Encontraron el auto exactamente donde lo habían dejado. Al subir a él, un extraño sonido comenzó a sacudirlos.
Eran las 7.30 y el despertador estaba sonando.
BIOGRAFIA
Desde siempre, los chicos habían sido un tema central en su vida. Podía ver en ellos la divinidad que se escapaba en los adultos. Comprendía la sensibilidad oculta tras el juego o el llanto caprichoso. Sentía cómo los adultos ignoraban totalmente el mundo interior de los chicos. Aún en los primeros grados del colegio, ya escribía cuentos para enseñarles a usar las letras en primer grado y sabía cómo entretenerlos.
No era casual. Ella misma vivía en carne propia la enorme distancia entre la conciencia adulta y la del niño. Y era consciente de ello. Un enorme mundo interior, guardado silenciosamente, se desarrollaba en ella. Era muy observadora de las personas. Y podía percibir los sentimientos internos, no declarados, de la gente. No se le escapaba que su familia estaba más junta que unida. Y que, aún sus padres, no debieron haberse unido (a no ser por karma, como sospecharía más adelante). Los esquemas mentales y las estructuras sociales que gobernaban todas las conductas humanas de su infancia se volvían transparentes ante ella. Había captado, con claridad, que la mejor forma de pasar inadvertido era ser un niño modelo. Alguien que no diera problemas, que no llamara la atención y que, aunque fuese tímida y sufriera secretamente, eso no importaba mientras se amoldara al modelo social correcto.
Por eso había guardado tan secretamente ese mundo interno. Conocía bien las creencias familiares y de su época. Develar el secreto sólo serviría para que se lo negaran y trataran de convencerla de que estaba equivocada. Por eso callaba.
Ese mundo humano y adulto le era tan extraño que había aprendido a observarlo muy cuidadosamente y a tratar de percibir qué se esperaba de ella en cada situación. Así evitaba equivocarse y develar el gran secreto: nada en ella coincidía con el mundo que la rodeaba. No tenía los mismos patrones de comportamiento, no deducía de la misma manera, no compartía los valores, no llevaba “cuentas” de otras personas. En síntesis, su reacción espontánea, nunca coincidía con la del resto.
Esto la aterraba. Si se equivocaba, todos se darían cuenta, y estaría perdida. Su mayor fortaleza residía en el silencio. Era buena actriz. Sabía refugiarse en el dibujo, en la lectura, que la ayudaba a vivir vidas fascinantes y experimentar paisajes a los que no llegaría nunca. Era muy callada y sabía también retirarse a cierto espacio interior, en un hogar secreto al que nadie podía llegar ni imaginaban que existiera.
Refugiada en ese hogar secreto, recordaba haber vivido antes, poder comunicarse con las plantas en cierta forma no verbal, un vínculo profundo con los animales y que Dios era una experiencia vivida y gozada a través de la devoción.
Se sentía a sí misma como una extraña en su propia casa. Nadie con quien compartir vivencias profundas. Sin embargo, nunca se sintió sola. La presencia de una compañía constante de la que ni siquiera se planteaba si era real o no, tan natural le resultaba, era una realidad tangible.
Cada tanto, y para ganarse un descanso, se entregaba al asma. Así lograba que nadie la molestara, que no se esperara nada de ella. El mundo adulto se replegaba y le dejaba el espacio que necesitaba. En realidad, había mucho sufrimiento en eso, pero la recompensa lo valía.
Había logrado, finalmente, transformarse en una aguda observadora del mundo que la rodeaba. Rituales, tradiciones, dogmas, estructuras, daban a la vida familiar la sensación de una estabilidad que, en realidad, no era más que inercia y ataduras. Nadie era realmente libre de encontrar y recorrer su propio camino. Desde las fiestas de fin de año hasta los almuerzos familiares del domingo, todo estaba claramente predefinido. Oponerse a ello significaba convertirse en renegado, el “rebelde”, el raro. Sin embargo, y finalmente, su camino pasaría por allí.
Llegó un punto en que la presión de su propio mundo interno, no le permitiría seguir disimulando. Y sí, la ruptura comenzó.
Terminada la adolescencia y teniendo la bendición de una pareja afín y un hermano que adoraba, habiendo alcanzado independencia al casarse, trabajar y estudiar, luego de haber hecho el esfuerzo descomunal de vivir como cualquiera, la presión llegó a tal punto que, para sobrevivir, había que morir. Morir al intento de adaptación constante, al sojuzgamiento de su interioridad, al silencio de su auténtico ser. Si no daba un cambio radical a su vida, terminaría en el diván del psicoanalista. Y no estaba dispuesta a ello. Sabía que su mundo interior contenía verdades que trascendían a la sociedad y a la familia en las que vivía. Debía darles el espacio que les correspondía.
Pero luego de tantos años de fino disimulo, cierto ejercicio natural de adaptación se había logrado y no era tan fácil cambiar radicalmente. Además, su percepción intuitiva del sentimiento de los otros, la trababa. Poco a poco, fue generando cambios. Fue rompiendo rutinas, rituales, tradiciones, dogmas, estructuras y construyendo un espacio adecuado para su propia expresión personal. No fue fácil. Comprendió que la única forma de hacerlo era tomar la mayor distancia posible de su familia. El estilo clan posesivo que tenían no le daría espacio suficiente. Había que ser drástico. No abandonó a sus padres ni a su hermano. Pero todo lo demás, pasó a un lejano segundo plano. Aún entonces, la oposición fue fuerte. Su madre no era persona dispuesta a que le cambiaran las estructuras y menos alguien tan revolucionario que le hablaba de reencarnación, de ser responsable por uno mismo, que la religión no era el único camino a Dios y que cada uno de nosotros podía crecer hasta llegar a ser un Cristo por sí mismo. Su madre no estaba dispuesta a aceptar la desestructuración. Peleas aquí y allá, oposición subrepticia pero permanente, el sentimiento de no ser nunca aceptada por lo que ella era realmente, y el cansancio de luchar con alguien que intentaba una y otra vez arrastrarla a su propio mundo, llevaron a hacerla pensar en termina la relación con su madre. ¡Grave error de haberlo hecho! Pero su propio camino espiritual la resguardó de cometerlo. Y siempre estuvo agradecida al Maestro que tanto insistía en honrar a los padres, porque, de haberse distanciado, años después se habría arrepentido seriamente, y todo hubiese sido más difícil.
Por eso comprendía bien a los chicos. Sabía que, en ese pequeño cuerpo se encuentra siempre un alma plena, una persona completa a quienes los adultos no reconocen y al no hacerlo le quitan la posibilidad de una expresión plena.
Al crecer y hacerse madre, toda esa experiencia se convirtió en oro puro. Tuvo que luchar primero con pediatras, que insistían en que todo debía realizarse en ciertos tiempo predeterminados para todos los chicos por igual. ¿Cómo era posible que no comprendieran que, aunque bebé, cada uno es único y es una persona a respetar? ¿Quién dijo que todos comen a los 4 meses y gatean a los 8? ¿Cómo podía ser alguien tan soberbio o tan ignorante para pensar que un ser humano es una máquina predeterminable? Recordó a los psicólogos debatiéndose en inútiles discusiones sobre si se nace como tabla rasa o ya se trae un paquete de rasgos definidos. ¿Acaso nunca habían sostenido un bebé en sus brazos? ¿Pensaban que todos tenían la misma mirada? La ganaba la sensación de que el ser humano nunca observa al ser humano. Y era lógico, ni siquiera se observaban a sí mismos. Quizás fuese hora de que cada uno de nosotros fuera más honesto consigo mismo y se mirara como realmente es. Podríamos llevarnos hermosas sorpresas.
Esa falta de respeto hacia sí mismo es lo que llevaba al adulto a no respetar al chico. El adulto creció cercenado, no dándose la posibilidad de expresarse o adaptándose ciegamente a estructuras predeterminadas y no tuvo la oportunidad de conocerse a sí mismo como realmente era. Y, por ende, tampoco les daba esa oportunidad a los chicos. ¿Qué pasaría si ellos nos mostraran una dimensión humana que hemos negado consistentemente? Los adultos se llenan de palabras, pero se carece de acción concreta. La sociedad estaba especialmente enferma de palabras (y los psicólogos habían colaborado mucho en eso).
Más tarde, la lucha de trasladó se los colegios. Su visión del chico, del humano, de la enseñanza, del desarrollo de la persona chocó drásticamente con la realidad educativa. Allí empezó a ganarla la frustración y la impotencia luego de años y años de acompañar y guiar a sus hijos a lo largo de 3 colegios. La experiencia había sido muy rica. Cambios de dirección, cambios de maestros, cambios de institución le habían dado la oportunidad de comprobar la importancia de la “química” entre el personal de cada colegio, la figura trascendente de la dirección y la enorme distancia que había entre educación y formación, y cómo el doble significado de “educare” se reducía a uno solo de sus aspectos: transmitir de afuera hacia dentro. Todo había quedado limitado, simplemente, a informar. El arte extraordinario de ayudar a despertar potencialidades, de permitir la expresión plena de la interioridad, de valorar a esos seres como personas por su riqueza, sus valores, su plenitud, quedaba limitado a poder repetir la cantidad de conceptos necesarios para alcanzar la nota mínima.
La imagen del maestro artesano ganó su mente y la llevó a comprender la situación desde otro aspecto. Recordó la frase de algún pueblo africano que dice que hace falta una tribu para educar a un chico. Parecía que el pasado y las culturas menos intelectualizadas tenían el secreto que se le escapaba al presente. Quizás, sólo estaban experimentando el desarrollo extremo del aislamiento personal para trascender la etapa de la familia clan, colectiva, que ahogaba desde otra perspectiva. Pero muchas vidas se perdían en el camino. Literalmente. Los chicos se suicidaban. Y de las peores maneras. No sólo con el consumo de drogas, de alcohol, arrastrándose hacia sí mismos a la cárcel (¿no es esa una forma de huir de un mundo confuso y caótico?), o entregándose a fiestas descontroladas, sino que se suicidaban literalmente. Cada vez más y más casos llegaban a sus oídos. ¿Cuál sería el precio final a pagar? ¿Y qué de esos chicos que terminaban disparando en las escuelas contra todo y todos? Indicios de una sociedad abandónica e indiferente. Y a nivel mundial. Pero los docentes que lograban salir de sus estructuras y aceptar alternativas abiertas, obtenían mejores resultados. Rescataban chicos que ya nadie quería en la escuela. Permitían desplegar el potencial a quienes, aún más inteligentes que el promedio, no lograban funcionar en un ámbito estructurado y rígido como lo es una institución.
¿No era tiempo ya de pensar qué clase de sociedad, estaban creando los adultos para el futuro? Nadie crece solo. Todos eran hijos de alguien. Pero, ¿dónde estaban los padres? Y, peor aún, ¿cómo estaban los padres? ¿Qué había pasado con esa generación que parecía haber perdido el valor del tiempo compartido, del ser maestro y modelo para sus hijos, de disfrutar de las miles de pequeñas cosas cotidianas? ¿Hasta dónde los había ganado el consumismo, la idea del profesionalismo y el status profesional aún a costa de los afectos? ¿Qué había pasado con la mujer que elegía estar fuera todo el día, y llegar tarde a la noche, antes que deleitarse con sonrisas, pequeñas manitas entre las suyas, una siesta en upa y la dulce experiencia del “mamá te quiero” con una sonrisita y un abrazo, aunque luego le siguiera un berrinche? ¿Cómo y cuándo se habían alterado tanto los valores? ¿Qué mensaje enviaron los abuelos a esa generación intermedia que eran los padres de hoy? Quizás demasiado preocupados porque sus hijos llegaran a ser alguien, se habían olvidado de valorar lo que ellos daban por sentado: la familia, el amor, el nido compartido.
Era tiempo, quizás, de encontrar un punto medio. Como dice el verso: “No cesaremos de explorar, y al final de nuestra exploración, volveremos al punto de partida, y conoceremos el lugar por primera vez”. Ya se probó la sociedad cerrada, donde no había individualidad. Ya se probó la extremadamente individualista y, antes que sea tarde, o el costo sea muy alto, se debería empezar a probar elevar la conciencia y alcanzar un punto de síntesis entre ambas. Aprender a dar un marco de contención, de límites claros, de valores sólidos porque fueron probados y aprobados por la experiencia, un marco afectivo puro, incondicional, apoyado en el respeto incondicional a la persona que es el otro y que uno mismo es. Si se lograra alcanzar esa conciencia, la sociedad entera cambiaría. Y también la educación.
También la tecnología forzaba el cambio. No podía seguir enseñándose con un pizarrón a quienes manejan computadoras. No se podía seguir estancado en el pasado o transmitiendo información vacía, irrelevante, a quienes ven un horizonte nuevo ante ellos. A quienes caminan dos pasos adelante que sus propios docentes. La escuela, la universidad, enseñaban el pasado, pero no enseñaban a proyectar un futuro. No daban las herramientas del presente caminando hacia el porvenir. Sólo comunicaban lo que ya pasó. No hacían un puente entre ese pasado y el futuro integrándolos. No hacían un puente entre un mundo tecnológico y el hombre. Por ahora sólo había trozos sueltos y mal armados de un rompecabezas al que aún le faltaban piezas que nadie parecía encontrar. Sin embargo, aquí y allá, algunos empezaban a mostrar esas piezas faltantes. Personas en posiciones muy pequeñas, hacían grandes aportes, silenciosa y cotidianamente. Sembraban también ejemplos en personitas que algún día marcarían el futuro. Cada uno de ellos siendo un agente de cambio y, lentamente, dando la oportunidad de manifestar un futuro auténticamente humano.
CONCIENCIA INFINITA
Había terminado temprano. El aire era frío, y penetraba los abrigos hasta los huesos mismos. Una muy fina llovizna golpeaba el rostro profundizando la sensación de frío y desamparo. Todavía era temprano para completar los trámites y no se hacía deseable permanecer casi una hora en ese clima. Buscó algún café para entrar, pero era un barrio residencial, y no había ninguno. A lo lejos divisó la cúpula de una iglesia. Una hermosa imagen en ese barrio de casas bajas y jardines abundantes.
Se dirigió hacia allí, con la simple idea de sentarse un rato, recomponerse del clima y ordenar sus papeles y su mente.
Al llegar, vió que la gente iba acercándose y tomando posición en los bancos. Era la primera vez que entraba allí. La iglesia tenía una gran nave central, con un altar extraordinario, flanqueada por dos naves más pequeñas atestadas de pequeños altares y varios santos en cada uno de ellos. El techo contenía imágenes de los apóstoles y, en sus costados, bordeando la nave central, una cruz por cada uno de ellos. Le llamó la atención que una de ellas estaba caída. No sería la de Judas, sin duda. Dirigió su mirada allí y, efectivamente, así era. ¿Era posible que después de 2000 años, no se hubiera perdonado a Judas y siguiera viéndoselo como el apóstol caído? Y más aún, ¿nadie había pensado que, quizás, Judas tuvo la misión más difícil después de la de Jesús? Muchos años atrás, tuvo una visión completamente distinta de la que le habían enseñado cuando era niña. Comprendió que, sin Judas, la misión de Jesús no se completaba. Era indispensable que su propio discípulo lo entregara. Fuera consciente o no de eso, Judas probablemente había llevado a cabo una misión terrible, y tan terrible era que 2000 años después, todavía se lo acusaba por ello. Decidió no dar rienda suelta a sus opiniones sobre la religión ni sobre la iglesia o los sacerdotes. Decidió dejar atrás experiencias dolorosas que aún pesaban en su corazón.
Se detuvo, entonces, a mirar a los fieles que ingresaban. Eran, en su mayoría, mujeres de más de 50. Lógico, los hombres y los jóvenes en ese horario estaban trabajando. Las observó repartirse en los altares laterales haciendo pequeñas ofrendas y oraciones a las imágenes de los santos. Recordó cuando era chica, y veía esa misma imagen en la iglesia a la que asistía con su familia. Pensaba entonces cómo la gente se quedaba en el camino, se quedaba en los altares menores, adorando figuras individuales, pero no lograban llegar hasta el altar principal, al objetivo final, a Dios mismo. Las imágenes la hacían recordar a lo que estudiaba en la escuela cuando se hablaba de pueblos del pasado que adoraban representaciones de Dios. Los santos habían sido gente extraordinaria, verdaderas boyas en el camino, modelos que seguir y ella había disfrutado leyendo sus vidas, pero no eran la meta final.
Entonces observó al sacerdote que entraba en ese momento. Un flash la llevó de vuelta al pasado, a aquel sacerdote que oficiaba en la iglesia de un colegio cerca de su casa. Un franciscano. No lograría olvidarlo jamás. El hecho de que fuera franciscano hacía que esperara algo más de él, pero él daba menos aún de lo esperado habitualmente. Siempre lo recordaba en el momento de la consagración. Era un recuerdo doloroso, punzante, que le hacía saltar lágrimas a los ojos. Su consagración no duraba más de 30 segundos y siempre daba la sensación de que estaba muy apurado para perder el tiempo en la misa. No podía olvidarlo. Recordó también cuando, siendo joven, iba de iglesia en iglesia, esperando oir hablar de Dios, y encontraba que todos hacían política desde el púlpito. Los tiempos históricos de su país eran muy difíciles, pero a ella no le interesaba la política, quería oir hablar de Dios.
Y a tantos otros sacerdotes, en tiempos mucho más recientes, que hablaban sin transmitir amor a Dios, en homilías intelectuales, a veces llenas de ricas citas literarias, y otras carentes del calor y la profundidad que producen un auténtico impacto en el otro para moverlo a reflexionar. No había magia, pero no una magia humana, no había esa magia nacida de la devoción y del amor a Dios. Todo parecía haberse enfriado.
Sin embargo, nadie podía olvidar que la Iglesia hacía obras extraordinarias en el mundo entero, allí donde nadie más actuaba o donde nadie más llega. Y ella la admiraba y honraba por eso. Sólo que su propio espíritu devocional y su mente amplia, dispuesta a abarcar la realidad en todos sus distintos aspectos, no tenían cabida dentro de una institución. Nunca hubiera podido amoldarse a obedecer la linealidad que caracteriza a una institución. Siempre había soñado con poder integrar todos los credos y todos los caminos. Que el hombre comprendiera que hay miles de caminos a recorrer, y que uno mismo, puede recorrer más de uno, a medida que se van agotando. Que no hay verdades absolutas en oposición a la verdad de los otros, que todas las creencias tienen puntos de coincidencias y que los dogmas son sólo una imposición autoritaria para impedir llegar a una verdad profunda o la incapacidad de reconocer que no se sabe.
Muchos años atrás había viajado a la India. Disfrutaba leyendo a los Maestros hindúes, especialmente cuando hablaban de Jesús. El amor hacia Él, el reconocimiento de la trascendencia de Su misión, le hacía sentir que ellos tenían una más grande conciencia de la real dimensión de Su figura que los propios cristianos. En India había gozado viviendo en un ashram y saboreado el placer del tiempo dedicado casi exclusivamente a la oración. Cada uno podía hacer lo que quisiera, pero su espíritu dio rienda suelta a su sed natural y se consagró a orar y a contemplar. Había sido una estancia difícil y desafiante pero plena. Esto le otorgó una mayor comprensión de la unidad de todos los caminos. Eran tan natural para ella rezar un Rosario a la Virgen y sentir Su presencia, como entonar mantras hindúes o tibetanos y entrar en profunda meditación. Todo era una sola cosa.
Ya de chica no lograba entender la diferencia entre cristianos y católicos. La mentalidad del chico, no tiene las miles de sutilezas, estratagemas y excusas del adulto. Incluso siempre creía que ella era cristiana porque seguía a Cristo, pero tuvo que aprender de memoria que era “católica”. Muy difícil, muy extraño. Sin embargo, muchísimos años después gozaría de la lectura de los mensajes que Jesús daba a una mujer en Suiza insistiendo en la unificación de las iglesias. No estaba tan equivocada después de todo.
Había seguido las apariciones de la Virgen en todo el mundo. También ella hablaba de unidad, hablaba de despertar antes que fuera tarde, que el mundo se conducía a sí mismo a situaciones tremendas y la frase más impactante, la que ella daba en el norte de su país “Vengo a juntar el rebaño antes de que oscurezca”, le hacía comprender que el tiempo era urgente.
Sin embargo, a su alrededor, en las iglesias nadie parecía preocuparse demasiado. Quizás habían asumido demasiadas actividades y el tiempo de la oración se reducía. Y ese tiempo era tan importante. Era el momento de real comunión en que la verdad va lentamente revelándose a sí misma. Aún Jesús se retiraba al monte a orar. Cuánto más hoy en el mundo enloquecido en que se vive.
A veces tenía la sensación de que tanta política entremezclada con la historia del Vaticano había hecho perder la esencia misma de la enseñanza. Y, cuando hoy, grandes verdades podían ser enunciadas, la madeja de dogmas no permitía explicar claramente su importancia.
Había intentado muchas veces encontrar algún espacio dentro de la institución, pero un día comprendió que eso era imposible. La visión de Dios, del hombre, de la espiritualidad misma eran muy distintas. Amaba a los santos. Eran, en su gran mayoría, seres devocionales perseguidos por su propio hogar. ¡Toda una ironía! Recordaba aquella vez que asistió a un bautismo y oyó al sacerdote decir que, por el bautismo nos hacíamos hijos de Dios. Un dolor visceral la atravesó. Se preguntó qué hacía allí. Miró a su alrededor. Muchos de sus amigos y familiares estaban compartiendo ese momento. Pensó en irse. Sentía que Dios mismo quedaba abandonado. ¿Cómo explicarle a ese hombre que todos somos hijos de Dios, que la creación entera es su hija? Que no hay nada fuera de Él. Que no hay un momento en que no somos y luego comenzamos a ser. Entonces su conciencia se expandió hasta abarcar la totalidad de la creación, podía sentir cómo su propio ser se diluía en una gigantesca Conciencia omniabarcante en la que todo tenía su ser. Planetas, soles, humanos, animales, plantas hasta el minúsculo grano de arena formaban parte de esa Totalidad que es todo lo que Es. No importaba si ella se expresaba en la materia o era sólo un pensamiento a tomar forma; todo lo que Es, todo lo que algún día se expresará en la materia, todo lo que fue y lo que será formaban parte de esa Conciencia una, de esa Totalidad. No podía comprender cómo podía limitársela, como afirmar que algo que viene de Ella, que es su plena manifestación, podía en algún momento no formar parte de Ella misma. Y eso hacía ese sacerdote en ese mismo momento. Fue la última vez que asistió a una iglesia. Su espíritu, su camino personal, su experiencia de Dios, no encontraban espacio. Y, seguramente, no lo harían en ninguna otra religión organizada. Cada religión existente en este mundo, cada agrupación humana, ha tomado de una u otra forma la estructura de una institución y la institución no da margen para la expresión plena de la individualidad ni para recorrer caminos que ella no ofrezca. Sentía en su interior que ya no era momento para seguir caminando en senderos cerrados. Dios debía ser hoy, una experiencia cotidiana. La iglesia, la sinagoga, la mezquita, el templo, era la vida misma. Ya no había un lugar donde ir a orar, un lugar donde ir a recogerse, un lugar donde reunirse con aquellos que vivían a Dios de la misma manera (o más o menos), Ese lugar era la vida cotidiana, el prójimo, el propio corazón. Ya era tiempo de llevar a Dios y a la espiritualidad a la realidad del ahora. No hay más que ahora. Y ese ahora es el reino de la Conciencia Infinita donde todo está contenido y donde todos somos Uno.
COCREADORES
Su memoria viajó al pasado, a los primeros años de su adolescencia, cuando, a la noche, momentos antes de dormir, se preguntaba por la muerte. Las explicaciones de su madre y las respuestas que la sociedad daba en esa época, no tenían ningún valor para ella. No significaban nada. Una imagen lejana volvía una y otra vez, asegurándole haber preexistido. El paisaje con colinas, con una pequeña casa, en un tiempo bastante lejano, eran muy familiares.
Tenía un espíritu práctico, y así era también su visión de Dios. Las preguntas surgían espontáneamente en su mente, cada vez que oía a los mayores hablar sobre el tema. ¿Qué sentido había tenido la evolución humana, desde la edad antigua hasta ahora, si sólo se vive una vez? ¿Dónde estaba la justicia divina cuando uno ve gente en condiciones tan diversas y cuál la justicia para el que nació en la antigüedad, donde morían jóvenes, por ejemplo, comparados con el hombre actual, que tiene casi todo a su alcance? Pero, y por sobre todo, ¿qué clase de Dios de Amor da conciencia de uno mismo, para quitarla a los 70, a los 50 o a los 15? Tener conciencia de sí misma era la experiencia más fuerte en su vida. No podía imaginar que, al morir, se terminara. Para ella, el ser humano tenía tal riqueza en su creación, que no tenía sentido que todo eso se perdiera al morir. Si así fuera, sería mejor ser animales. Ellos al menos, no tienen una conciencia individual que les permitiera decir “YO”, o “Yo Quiero” o “Yo Soy”. No tenía sentido, ningún sentido. Dios no era tonto y no podía haber creado semejante complejidad para nada. Ella sabía que había preexistido, recordaba su hogar de alguna vida y sabía que la creación sí tiene sentido.
Guardó, una vez más, todo esto en el silencio de su corazón y esperó. No pasaron muchos años hasta que se encontró con la filosofía hinduista que le confirmaba todo lo que siempre había sabido. Ahora podía poner en palabras lo que siempre habían sido sensaciones no verbalizadas para evitar hacer más difícil la sobrevivencia en la sociedad de su época.
Poco a poco fue ganando confianza en la totalidad de su mundo interno. Varios viajes la llevaron a tierras donde había vivido antes. Experiencias de increíble riqueza la acercaban y la integraban cada vez más a sí misma. Memorias explotaban en su interior, enriqueciéndola con información y sentimientos largamente acumulados. Finalmente, la distancia que el tiempo humano imponía se borraba hasta tornar el pasado y el presente como una sola cosa.
Entonces comprendió que el concepto de reencarnación abarca sólo al cuerpo, al ego, a la parte más humana y más terrena de nosotros mismos. Sólo se ve la ilusión de la materia, la unidad espacio-tiempo que sitúa en un tiempo increíblemente irreal. Y sí, lo era. Porque el tiempo en sí mismo no es más que un absoluto ahora vivido y experimentado por un Espíritu pleno que sólo toma forma en el mundo de la ilusión y la materia como un juego de experimentación y aprendizaje.
El Espíritu en libertad no conoce de tiempos. No tiene un ayer ni un mañana. Sólo goza del absoluto ahora y ve la ilusión como lo que es. Cuando esta libertad se alcanza, cuando uno puede acercarse a comprenderla, la encarnación toma una dimensión diferente. Ya no se trata de venir a pasarla bien. Ni a gozar encarnando a la víctima. No se trata de adivinar para qué estamos o por qué nos pasa todo. Se trata de Ser. Se trata de Servir. Y el Servicio no es un inmolarse sacrificadamente para que los demás se salven. Se trata más bien de ser Maestro. De ser Guía. De ayudar a crecer. No se trata de evitar el aprendizaje a los demás, no se trata de recorrer el camino de otro para que no sufra. Se trata sí, de estar allí, cerca, para acompañar y guiar. Porque uno ya recorrió ese camino. Uno ya fue pordiosero, guerrero, sádico, poeta, madre y padre, hijo y hermano, rey y esclavo. Ya recorrió todos los caminos y vivió todas las emociones. Sabe lo que es ser víctima y victimario, salvador y salvado, abandonado y abandonador. Ya no hay secretos, es como haber conocido y experimentado todos los colores, todos los sonidos. Una nueva música suena en el interior de ese Ser que ya sabe. Que ya recorrió los caminos de la ilusión y empieza a regresar. Sí, ahí comienza el camino de regreso, cuando se recuerda quién es. Cuando se recuerda que es libre y libera todo su pasado. Cuando suelta viejos dolores, rencores, amores, felicidades y riquezas. Cuando comprende que el pasado ya no es, que uno ya no es ese pasado, puede soltarlo. Cuando los ojos empiezan a mirar desde el Espíritu, comprende. Y al comprender, libera. Se libera a sí mismo y libera a los demás. ¿Cómo condenar o juzgar a quien hoy está recorriendo el camino que uno mismo recorrió en el pasado? ¿Cómo no comprender que ese es un aprendizaje necesario?
¿Juzga el universitario al niño de los primeros grados porque no sabe, o lo acompaña en el camino, explicándole con paciencia para ayudarlo a avanzar? Y de eso se trata. Nadie es más sabio que otro. Nadie es más rico. Nadie es mejor. Sólo se es caminante en un camino de crecimiento ilimitado al que nadie escapará, pero cuanto más rápido se lo comprenda, más extraordinarios los horizontes que se abran para cada uno.
No hay distancia entre la vida y la escuela. No se le puede pedir a un niño de jardín que resuelva los problemas matemáticos del secundario. Pero no se puede aceptar a un egresado que no pueda resolver los problemas del primario. Y la vida es así. No se pasa de grado hasta no haber completado las lecciones, y todas aquellas que quedaron pendientes, tarde o temprano, se tendrán que enfrentar. Pero no hay maestros externos que fijen el plan de estudio. Es uno mismo. Uno mismo no se dará la oportunidad, entre una vida y otra, de escapar a su aprendizaje.
En ese momento glorioso en que el alma se libera del ego y puede ver con claridad, en ese momento extraordinario en que se deja al cuerpo regresar a la tierra de donde vino, el alma ve con claridad y sopesa. Sopesa el objetivo que había traído a la encarnación y cuánto se cumplió. Y ella misma, sin autoengaños, sin justificaciones, sin la oportunidad de responsabilizar a alguien más, decide y evalúa. Y lo que quedó sin hacer, será programado para la próxima, o la próxima, pero tarde o temprano se encarará.
No se puede ser tan ingenuo de culpar siempre a los demás. Se elige cada momento de esta encarnación: familia, tiempo, país, condiciones generales. Se elige la mejor puesta en escena posible para el guión que se trae. Fáciles o difíciles, contradictorias o armónicas, amorosas o crueles, estables o cambiantes, felices o trágicas, todo formó parte del guión original. Y fue el propio guión. Sin excusas. Porque cuando, al liberar al alma del peso de nuestro ego con todos sus miedos, su inseguridad, finalmente se puede ve; en ese momento extraordinario de claridad, un atisbo de comprensión del objetivo final nos muestra el camino. Y ese objetivo final es el que nunca se puede perder de vista. Ni aún en la tierra, ni aún en los vaivenes de la encarnación.
Ese objetivo final, esa mirada a un futuro concreto que, en realidad es un presente absoluto, es el que permite recorrer el camino con fortaleza. La fortaleza reside en el conocimiento pleno de que uno es este cuerpo, ni este ego, ni los posesiones (que sólo sirven para hacer más cómodo el viaje) ni los afectos ni aún los conocimientos. La fortaleza reside en saber que se es Espíritu. Pura Energía Divina manifestándose en la ilusión.
De hecho, si uno pudiera cerrar los ojos, no sólo los físicos, sino los internos, a uno mismo, a sus sentimientos, conceptos, prejuicios, al mundo que lo rodea, si se lograra apagar el continuo hablar de nuestra mente, y recogerse en el silencio profundo del corazón, se vería la conciencia expandirse hasta alcanzar la totalidad de lo que Es, y el corazón daría un vuelco al experimentar el espacio sin límites, el infinito absoluto, el ahora absoluto, el Ser. En ese momento mágico, es cuando la mente interfiere y, desesperada, busca encontrar donde termina el infinito para poder categorizarlo. Y entonces, se cae bruscamente a este ahora limitado entre el pasado y el futuro, a la idea de un arriba y un abajo, al mundo de las categorizaciones. Pero la magia ya ocurrió. Se pudo llegar allí. Ya nada es igual. La experiencia fue concreta. El viaje real. La eternidad, absoluta. Ya no se puede decir que uno no sabe. Ahora sí. Y, al saber, cada uno se vuelve responsable.
Y es a esa responsabilidad a la que se huye. No se quiere asumir que uno mismo elige el camino. Se prefiere jugar terribles roles de víctimas, inmolarse en el sufrimiento con el que se culpa a los que nos rodean por hacernos la vida tan terrible y construir una imagen de “santos sacrificados” por el bien o el egoísmo de los demás. Terrible carga para uno y para ellos. Carga injusta. Nadie condena y nadie salva. Sólo nos acompañamos mutuamente a lo largo del camino. Cada uno, aportando lo que puede, o lo que no puede, y todos dándose una oportunidad extraordinaria de crecimiento mutuo.
Se elige sufrir para aprender, porque se quiere aprender rápido. Se aprende con los desafíos y los desafíos que sacan de la posición de comodidad para obligar a actuar, a replantear concepciones, estructuras y prejuicios. Sufrir ayuda a crecer. Pero sufrir no implica grandes tragedias. A veces es, simplemente, ser demasiado consciente. Hay mucho sufrimiento, muchos desafíos que no se ven. Quizás sea hora de cambiar esta palabra, de abandonar la idea de sufrimiento por esta otra, por desafío. Porque, en el fondo, todo no es más que esto. Cuando los padres deben enfrentar el tremendo desafío de la partida temprana de un hijo, si pudieran comunicarse con él, les diría que está muy bien, que es feliz donde está, y que todo está en orden. Y así es.
Creemos que el orden humano es el correcto, pero si se mira a la sociedad actual, habría que admitir que hemos creado un terrible lío. Con todo el conocimiento, con toda la tecnología, con todo el avance, el mundo se ha convertido, sin embargo, en un lugar sumamente inseguro, sumamente peligroso. No se ha logrado, afortunadamente, controlar realmente la naturaleza. La Tierra, que también es un Espíritu vivo, sigue conservando su propia decisión final. Y no se he logrado porque se abandonó al Espíritu. Se eligió la guía de la mente, fría, razonadora, esquemática, ordenada en dimensiones espaciales y temporales, para definir lo que la realidad es. Pero, al hacerlo, se perdió el alma de las cosas, y estamos en riesgo de perdernos a nosotros mismos.
Cientos de profecías dicen que es hora de reflexionar y recordar quiénes somos y qué estamos realmente haciendo aquí. Cuando podamos comprender esto en su verdadera dimensión, y empecemos a vernos a nosotros mismos como maestros, guías, compañeros de viaje, cuando logremos recuperar la visión del objetivo final, cuando asumamos la responsabilidad por nuestra encarnación, la Tierra misma girará sus ojos hacia nosotros y nos dirá “Ahora sí”. Ahora sí podremos vivir en armonía plena. El sufrimiento no será necesario. Los aprendizajes tomarán una forma nueva. Los ojos verán mucho más allá de lo aparente, porque estarán integrados a las dimensiones del Espíritu. La vida se transformará porque ya no estaremos combatiendo entre nosotros ni con nosotros mismos ni con el Creador. Porque ahora seremos Cocreadores Conscientes. La naturaleza responderá y se integrará a nosotros porque, finalmente, nosotros mismos hemos podido integrarnos a ella. Los descubrimientos ya no tendrán límites porque no dependerán de las categorizaciones mentales. Nacerán de la comunión entre el Espíritu y la mente. Y la mente, finalmente, será capaz de escuchar y cumplirá su función mucho más ajustadamente.
Podremos, por fin, comprender nuestra unidad y nuestra Unidad con el Todo. El Universo mismo será nuestro hogar porque no habrá límites a donde nuestra energía pueda viajar. Un universo de posibilidades se abrirá ante nosotros. La luz no tendrá necesidad de competir con la oscuridad. Y el hombre no necesitará competir con el hombre.
En un mundo de Unidad, la Creación no tiene límites, el potencial no se limita, el Amor no se constriñe, la culpa no existe. Pero un mundo de Unidad debe ser algo que todos deseemos por encima de todo lo demás. Y ese es hoy, nuestro real desafío. Es nuestro sufrimiento, es nuestra cobardía y es nuestra ignorancia. Cuando podamos superar todo ello, las puertas del Cielo se abrirán para nosotros y la realidad será, por fin, Real.
SUMIRAH
Y EL PLANETA AZUL
Sumirah se sentía feliz. Se había preparado para esto durante mucho tiempo. Había estudiado e investigado toda la información disponible y ahora, por fin, lo habían asignado para que realizara su propia investigación de campo.
Se paró frente a la pantalla de plasma y se observó en detalle. Debería hacer algunos ajustes a su configuración para pasar desapercibido. También ajustaría su ropa un poco pero no demasiado porque no era bueno presionar el cuerpo con ropa demasiado ceñida, además estaba demasiado acostumbrado a las túnicas que usaban permitiendo el libre flujo de la energía del cuerpo. Miró sus ojos. No habría problemas. En el planeta azul, los hay de toda forma y color (pero lo que Sumirah no sabía, era que pocos, muy pocos, tenían la profundidad y el brillo de los suyos).
Sumirah era un espíritu fino. Al igual que todos los de la comunidad planetaria en que él vivía. Sabía disfrutar de las pequeñas señales que la integración con el Todo teñía lo cotidiano. Pero también sabía ver más allá, mucho más allá y su mirada aguda, a pesar de su juventud, le permitía conocer el pro y contra de todas las cosas sin juzgar ni condenar. Sabía bien que todo en el desarrollo de cualquier ser viviente no era más que un proceso. A veces, ese proceso era muy primitivo y lento, otras, era un fluir permanente y un estado gozoso al poder descubrir constantemente los ilimitados aspectos de la creación.
Sumirah tenía un espíritu abierto con el que podía contemplar más allá del infinito mismo. No había secretos que no pudiera develar ni ámbitos cósmicos que no pudiera explorar con la simple expansión de su mente. Pero él no era distinto de los demás de su comunidad. Y, aunque muy joven, con sólo 16 años, su ser estaba tan pleno de expresión como los de los mayores. En realidad, ya era un ser maduro. La edad no tenía ninguna importancia, allí donde él vivía porque al tomar forma, los mayores ya observaban la calidad del alma que llegaba y la guiaban con amor y dedicación para lograr que alcanzara su máxima expresión. De esa forma garantizaban el bienestar de la comunidad, al asegurarse que cada uno de ellos, existiera en plena armonía consigo mismo y con su misión en esa existencia.
Pero, a pesar de poder alcanzar el infinito con la expansión de su mente, Sumirah sabía que la experiencia directa ofrecía una riqueza increíble que su pueblo no había experimentado suficientemente y, muchas veces, dificultaba la posibilidad de ayudar o guiar a quienes aún no habían llegado hasta donde ellos estaban. Por eso anhelaba tan profundamente viajar al planeta azul. De hecho, era el único lugar que había decidido no explorar mentalmente, pero había leído todos los poemas escritos por quienes sí lo habían hecho y se había deleitado contemplando las pinturas que había inspirado.
Sumirah estaba fascinado por el cielo azul de las pinturas, en contraste con el color verde del que gozaba cada día, desde la mañana hasta la mañana siguiente. Sí, en su planeta, nunca se ponía el sol, pero su luz se entremezclaba con la de la atmósfera dando esa coloración tan especial. Experimentar el contraste entre el día y la noche, entre la luz y la oscuridad, le permitiría ampliar su perspectiva de la creación. Era difícil penetrar esa experiencia con sólo la mente.
Sumirah había diseñado y fabricado una pequeña nave que le permitiría, no sólo desplazarse entre ambos planetas, sino también ir bajando lentamente la densidad de su cuerpo para poder ser visible e interactuar con los nativos. Cuando ya todo estuvo listo, y luego de recibir las bendiciones de los mayores, partió con el corazón emocionado y abierto a gozar de su experiencia.
A medida que se acercaba, comenzó a buscar algún montículo que le permitiera ocultar su pequeña nave, ajustar su vestimenta, y “salir a recorrer”. Finalmente, encontró un lugar adecuado. Se veía una colina baja que permitiría dejar la nave de un lado de la ladera y, rodeándola, encontrarse ya con los primeros habitantes. Así lo hizo. Detuvo su nave, sin problemas, aunque el piso no parecía suficientemente firme. Activó el mecanismo que permitía a la nave mantenerse horizontal, aún en el aire, de modo que no se hundiera. Con una enorme sonrisa y el corazón acelerado por la emoción, comenzó a caminar rodeando la colina. No podía comprender qué la conformaba ni de dónde provenía ese olor tan extraño, que, por momentos, casi lo hacía descomponer. ¿Se habría equivocado de planeta? Se detuvo a mirar la pequeña ladera por la que andaba. Cientos y miles de cosas de colores variados la conformaban. Trataba intensamente de calmar su emoción y recordar lo que había leído y las pinturas que tanto había apreciado. Entonces, logró, lentamente, identificar algunas cosas. Había restos de frutas, algo parecido a huesos, unas circunferencias negras y gruesas que, como estaban quemándose, soltaban un olor espantoso. Reconoció papeles y restos de un material llamado plástico. Sus ojos no lograban terminar de abarcar todo lo que había. Entonces vió unos pequeños jugando en la ladera, revolviendo esas cosas plásticas. No sonreían. Estaban serios y sus rostros eran duros. Le impresionó observar sus ojos. Se acercó a ellos cautelosamente y, ya con más serenidad y menos emoción, les preguntó si podía ayudarlos a hacer lo que fuera que estuvieran haciendo. Los pequeños lo miraron sin contestar. Los veía sacar cosas de la ladera, algunas parecían similares a las que traían puestas, otras se las llevaban a la boca. ¿Sería posible que encontraran el alimento allí? No coincidía con lo que él sabía. Se acercó a una hembra de la especie. Ella parecía guiar a los pequeños. Se ofreció a ayudarla, pero sólo gritos fueron la respuesta, como si temiera que él compitiera con ellos por la riqueza que podían estar obteniendo de la colina. El olor seguía siendo tremendo y se preguntaba cómo podían resistirlo.
Siguió caminando, desconcertado. Sabía que no se había equivocado. Su tecnología era impecable. Observaba todo lo que lo rodeaba. Veía unas paredes tapadas con un material plateado brillante, con canaletas. ¿Serían casas? Pero no se parecían a las pinturas que él había visto. A medida que iba avanzando, el paisaje comenzó a cambiar. Se hacía más agradable, hasta que un tremendo dolor le atravesó el plexo. Una sirena fuerte y retumbante, junto con el ruido de miles de máquinas y la campana de un tren, taladraban el aire, golpeándolo fuertemente en cada parte de su ser. Podía sentir el ruido como un dolor físico, tan poco acostumbrado estaba a los sonidos agudos y discordantes. Una sensación de mareo hizo que por poco cayera al suelo. Lo que parecía ser una expedición fascinante, se estaba convirtiendo en una pesadilla. Logró sobreponerse recordando que él era parte del Todo y que incluso lo era el caos que lo rodeaba, y que sólo era una expresión más de la totalidad. Así armonizado gracias al poder de su propia energía, logró llegar a una pequeña casa, rodeada por un enorme jardín. Allí parecía que el resto de esa sociedad no existía. Todo parecía distante. Llamó a la puerta. Muchas generaciones atrás, uno de ellos había decidido trasladarse al planeta azul y quedarse a vivir allí para ayudarlos a dar un salto evolutivo. ¿Lo habría logrado?
Un hombre anciano, de espalda encorvada, le abrió la puerta. No podía ser él. Nadie en su planeta se veía así. Pero cuando lo miró detenidamente, cuando enfocó sus ojos, reconoció el brillo. El anciano sonrió. Hacía mucho que no se encontraba con un igual. Lo hizo pasar al interior. Una vez dentro, el anciano se extendió en toda su dimensión, y despejó su rostro de arrugas. Brillaba nuevamente, como cualquiera de sus mayores. Sumirah mismo volvió a sonreir. Se sentía como en casa. Un largo y cálido abrazo los llevó a ambos a experimentar el Hogar.
Shamirúh lo llevó a recorrer la casa. Le enseñó las pequeñas cosas de la vida cotidiana del planeta azul. Le mostró lo que era un baño, una cama, un placard, una cocina… Entonces Sumirah recordó la colina en la que había estacionado su pequeña nave. Shamirúh largó a reir. “No es una colina, ¡es un basurero!” le dijo mientras empezaba a explicarle cómo se deshacían de los deshechos allí y cuántos materiales contaminantes quemaban y destruían de la forma equivocada. De hecho, estaban poniendo en grave peligro sus vidas y la del planeta. Pero nadie parecía comprenderlo claramente. Algo que había aprendido al vivir allí era la enorme omnipotencia que los dominaba.
Sumirah le preguntó por qué se hacía pasar por un viejo. Shamirúh le dijo que allí nadie prestaba atención a los viejos. La gente pensaba que, una vez que uno de ellos no estaba más capacitado para producir, entonces ya no servía. Nadie valoraba la experiencia, ni la riqueza interior que el mayor pudiera haber alcanzado. Pero, en realidad, no era casual. La sociedad se había vuelto tan materialista y atada al éxito que había olvidado la vida espiritual, como ellos la llamaban, y la gran mayoría de ellos no lograba cumplir su misión espiritual. Por eso, al envejecer, muchos se volvían como árboles secos. En pie, pero sin vida. En realidad, los jóvenes no estaban mejor. También ellos estaban fascinados por las cosas y la imagen y habían perdido hasta la noción de que cada uno de nosotros trae una misión a cumplir. Aunque, en realidad, no estaba muy seguro de que alguna vez la hubieran tenido.
Sumirah estaba desconcertado. ¿Eran falsos los poemas? ¿Había alguna falla en el viaje mental? ¿Cómo habían podido crear imágenes tan distintas de lo que era la realidad?
Shamiruh lo miró profundamente. Comprendió que su visitante experimentaba, por primera vez, lo mismo que él al llegar allí. Era lógico. Aún muy joven, no podía comprender que el viaje mental exploraba el potencial y los logros máximos de cada lugar del espacio, que ellos podían ver el alma de cada planeta y de cada comunidad planetaria. Unos días más lograrían que su visión se aclarara. Lo sabía perfectamente.
Preparó una habitación para su invitado, con una ventana que daba al sector del jardín donde las flores brillaban con una luminosidad muy especial. Los ojos se regodeaban en los profundos rojos, en la enorme variedad de rosados, amarillos, violetas y celestes, el verde profundo de las hojas mientras el olfato se llenaba de perfumes a flores y a tierra mojada. Cuando en la noche, la brisa sacudiera los árboles, Sumirah podría escuchar el sonido cadencioso y acariciante de las hojas. Esa noche, él podría experimentar la magia del planeta azul.
Llegada la medianoche, la lluvia empezó a caer lentamente, acompañando el sueño con el sonido suave de las gotas en las hojas del jardín. Sumirah despertó (estaba durmiendo por primera vez en su vida, tal era la densidad del planeta, que lo necesitaba para recomponerse de tantas experiencias nuevas). Quedó fascinado ante la gama de perfumes y sonidos que le llegaban a su habitación. Se asomó por la ventana y pudo sentir la perfección que manaba de todo el jardín. Shamiruh había hecho un buen trabajo, sin duda, pero ¿había cumplido su objetivo? ¿Qué lo había hecho permanecer tanto tiempo allí, en medio de tanta desolación e ignorancia?
La lluvia cesó y las nubes fueron abriéndose dejando ver un cielo azul profundo donde brillaban, aquí y allá, pequeñas estrellas. Cuando todo despejó, una hermosa luna creciente resplandecía en la oscuridad. Era mágico. Entonces, un sonido cortó el silencio. Él no lo sabía, pero una pequeña ave nocturna, comenzaba a cantar. Miles de experiencias se sumaban a cada minuto. Contrastes y contrastes parecía ser lo que dominaba al planeta azul. Entonces observó una pequeña claridad hacia el final del jardín. El cielo se tornaba levemente naranja mientras el azul negro se volvía más claro. Tuvo la dicha sin fin de ver asomar un disco de fuego que inundó sus ojos de luz dorada. Lo vió alzarse en el firmamento mientras el cielo todo se transformaba en una gama esplendorosa de naranjas y celestes. Era un gozo para el alma. Al mismo tiempo, el perfume de la tierra se elevaba mientras los colores del jardín comenzaban a brillar nuevamente. Era magia. Pura magia, y le recordó que esta también era parte del Todo.
Tuvo hambre, por primera vez en su vida. No sabía lo que era eso. Una sensación extraña de vacío en su cuerpo y un leve dolor le indicaban que algo extraño sucedía. Un perfume lo atraía desde la cocina. Allí lo esperaba el desayuno: leche caliente, tostadas, fruta, mermelada. Un mundo entero se desplegaba ante sus ojos. Había mucho más que aprender de lo que él imaginaba. ¿Cómo era posible que ese mundo tan extraño y ajeno al suyo, tan lleno de contrastes, tan cruel en muchos sentidos, fuese tan fascinante y atrayente? Comió con ganas, descubriendo cada sabor, cada sensación en su boca y en su estómago. De pronto se dio cuenta que su anfitrión no lo estaba acompañando. “Ya trascendí todo esto” fue su única respuesta mientras una enorme sonrisa cálida y paternal llenaba su rostro.
Quería conocer más. Quería verlo todo. Shamiruh le entregó ropa apropiada, y cómoda. Las texturas fueron todo un descubrimiento. Eran suaves al tacto, se ajustaban agradablemente a su cuerpo y hasta le permitieron experimentarlo de una forma completamente nueva.
Salieron a caminar. El aire de la mañana era agradable. Vieron a los pequeños dirigiéndose a lo que ellos llamaban escuelas. Sus padres y madres los llevaban mientras otros viajaban en transportes de color naranja. Todo parecía lleno de actividad. Caminaron un buen rato hasta que decidieron que era tiempo de tomar el subte. Al bajar, la pesadez del aire bajo tierra, lo sacudió. Creyó que no podría seguir adelante. Tuvo que detenerse y respirar profundo, pero su organismo respondió bien y pudo continuar. Sin embargo, aún le costaba adaptarse a tanto ruido. El transporte era bueno, adecuado para un lugar con tanto movimiento en la superficie, pero el ruido y la falta de aire adecuado, eran un desafío para él.
Llegaron a una zona que Shamiruh denominó “el centro”. Allí la actividad era enloquecedora. Tenía que tener mucho cuidado porque todos pasaban tan rápido y ocupados que lo golpeaban con facilidad. Shamiruh le explicó todo lo que había allí: bancos, compañías de seguro, oficinas de comercio exterior, lugares para cambiar dinero de distintos países, consignatarias de ganado, inmobiliarias, cafeterías, restaurants, etc.etc.etc. Todo parecía ser demasiado para absorber en tan poco tiempo, pero la mente expandida de Sumirah comprendía perfectamente y podía ver el patrón subyacente.
Más tarde comenzaron a recorrer unos templos llamados iglesias, sinagogas, mezquitas. Conversaron sobre las distintas formas en que se ve a Dios y de la gravedad de que todos creyeran que cada una era distinta y mejor que las otras, cómo incluso los propios cristianos se dividen en muchos grupos distintos que siguen todos al mismo Maestro. Esto era realmente nuevo para él, y le parecía sumamente triste. Si no podian comprender que Dios es uno, y sólo los caminos son distintos, esto sería más peligroso para ellos que la tecnología o la economía. Los dividiría más profundamente. Nada tan peligroso como las guerras santas que tantas y tantas comunidades habían experimentado.
Además, no sólo la religión era un camino a Dios, sino cada acto de la vida cotidiana. Cada pensamiento, sentimiento y acción fuera de orden, fuera de armonía atentaba contra la paz interior, la salud y la paz de la comunidad. Algún día llegarían a comprenderlo, y ese día, intuía, no estaba lejos. Pudo ver cuánta gente comenzaba ya a buscar nuevos horizontes, a comprender la espiritualidad en un ámbito que trascendía las instituciones, que englobaba la totalidad de lo que es.
Como era víspera de una fecha patria, entraron a una de esas escuelas. Los pequeños vestían todos igual y los mayores les decían qué tenían que hacer. Los vió formados en fila, con bastante dificultad, como si ese orden fuera extraño a ellos. Luego debían colocarse exactamente en los lugares que les habían sido asignados por grupo. En cierto momento, se pusieron de pie y cantaron una misma canción mientras una tela de colores era elevada. Shamiruh le explicó el concepto de bandera, de himno y patria. Sumirah quedó un tanto desconcertado. En su planeta, la “patria” era el universo entero. Eones de tiempo atrás, habían comprendido que todos eran uno. Pero ellos aún no estaban preparados para eso, y necesitaban dividirse en porciones para organizarse mejor.
Faltaba ver algo importante y se dirigieron hacia un edificio de enormes proporciones. Se veía muy antiguo comparado con otros. Al entrar observó que los techos eran altísimos, y que todo estaba lleno de pasillos. Las paredes tenían una pintura amarronada, nada agradable, y en parte estaban cubiertas con unos cuadrados lisos y brillantes que Shamiruh llamó azulejos. Todo lo que vió allí lo impactó. Había tanto sufrimiento. La tecnología se veía tan primitiva. Máquinas enormes y complicadas para explorar una pequeña porción de un pequeño cuerpo. Cuerpos retorcidos por el desgaste, o con partes faltantes, lesiones por doquier, gente sentada en sillas que tenían ruedas. El olor… el olor lo perforaba. Pero más aún, en su sensibilidad, Sumirah podía sentir el dolor. Y no era sólo el dolor físico, era más, el dolor espiritual, el dolor de almas que no encuentran su espacio, su lugar en ese mundo, que no encuentran su camino. Entonces, y antes de que se descompusiera ante la experiencia, Shamiruh lo llevó a un sector muy especial. Lo condujo directamente hacia un gran vidrio detrás del cual podía ver un montón de pequeñísimas camitas colocadas una junto a la otra que contenían los pequeños más pequeños que había visto jamás (en su planeta, ellos simplemente tomaban encarnación en cuerpos ya elaborados previamente, no necesitaban volver a pasar por el viejo proceso del nacimiento). Shamiruh era un viejo amigo de una de las enfermeras y le pidió que depositara uno de esos pequeños en los brazos de Sumirah.
Sumirah no podía creer todo lo que estaba experimentando en ese momento. La emoción lo desbordaba. Las lágrimas (que ni siquiera sabía que existieran) brotaban de su rostro. Ver la carita del pequeño, le permitía ver el rostro mismo de Dios. Sentía la divinidad plena concentrada, rodeando y cubriendo la totalidad de tan pequeño ser. Sólo deseaba protegerlo, guiarlo, ayudarlo a descubrir su potencial, su misión, su grandeza. Quería ser quien le enseñara su linaje divino y lo ayudara a expresarlo plenamente. No podía creer todo lo que pasaba dentro suyo. Cómo era posible experimentar tan plenamente a Dios de esa forma.
Cuando el sol comenzaba a caer, las sombras se hacían largas, y el aire refrescaba, volvieron lentamente, buscando lugares alejados que les permitieran estar en contacto con los árboles, las aves y el perfume de las plantas. Se sentaron en un parque frente a un mar sereno que se movía con una cadencia que recordaba el suave fluir de la creación. Nuevamente, Dios estaba allí. Contemplar el mar lo hacía olvidarse de sí mismo y volver al Todo.
Entonces, Shamiruh comenzó a hablar. Y lo primero que hizo fue contestar la pregunta que Sumirah se había planteado a su llegada. Sí había cumplido su misión. Y sí, era cierto que había mucha desolación en el planeta, pero esa desolación era sólo parte del camino que los llevaría, un día, a ser semejantes a ellos. Él también había llevado en brazos a uno de esos bebés, y había experimentado lo mismo que él. Por eso se había quedado. Había decidido ser justamente quien abriera todas esas puertas a cada humano que llegara hasta él. En todo el tiempo que había vivido allí, había sido maestro, sacerdote, artesano, todo lo que le permitiera llegar a cada persona que conociera para ayudarlo a descubrir su linaje divino. Y ahora su misión estaba cumplida.
Sumirah lo miró profundo a los ojos. Ya no tenía 16 años. Ahora se sentía uno de los mayores. La experiencia del planeta azul lo había transformado, como seguramente lo había hecho con Shamiruh tanto tiempo atrás. Ambos sentían lo mismo, pero su amigo ya había cumplido su misión y él recién comenzaba la suya. Guió a su anfitrión hasta la “colina” en la que había aterrizado. Se dieron un largo abrazo y le indicó los controles que lo llevarían de nuevo al hogar.
Lo vió partir. Había alcanzado una madurez y una armonía que aún en su planeta no tenía. Su misión había comenzado y tenía plena conciencia de ello. Por primera vez estaba donde debía estar y estaba preparado para empezar.
martes, 27 de mayo de 2008
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